Hoy no era buena idea ir al cine. Había varias cosas pendientes por hacer, clases a mitad de la tarde y el título de la película y su director me despertaban la curiosidad, pero estaba indeciso. Lo estuve, incluso caminando hacia La Previsora, donde la estaban presentando en función de 2, pero me dejé llevar.
Animales heridos deja una sensación amarga. Las manías (o las mañas) de sus personajes, tres parejas, dan risa por las nimiedades que el narrador, con ese tono de cotidianidad casi banal, resalta de ellas; pero también generan cierto sinsabor, algo de ternura y compasión (qué difícil es pensar en esa palabra sin su connotación condescendiente: me refiero aquí de identificar algo de mí en ellos, o de ellos en mí, de reconocer) porque sus mañas también son parte de debilidades más profundas. Si bien es cierto que los personajes son estereotípicos, el narrador y las actuaciones le brindan matices de fragilidad: la química entre los actores, un diálogo, una reflexión (incisiva o nostálgica) sobre el efecto que tiene la situación sobre el personaje, un gesto, en fin, un indicio de que detrás de tanta apariencia, ellos también son animales lamiéndose las heridas de sus relaciones. Lo más inquietante de ser un animal herido, lo más doloroso dirían algunos, es tener la conciencia de serlo. Lo que nunca entendí, y que distrajo casi desde el principio hasta el final, fue la aparición especial del micrófono y del boom. Aparece en tantas escenas de la película que, a partir de un momento, creí que era intencional.
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