Sociología, según A. Giddens, es el “estudio de la vida humana de los grupos y sociedades”. Hoy me escapé de esa clase. Aquí llamamos a eso jubilarse, como si mi condición de estudiante becada y la de mi abuelo pensionado pudieran compartirse. Desde que mi profesor dijo que “la prostitución era necesaria para calmar las pulsiones más bajas de la sociedad”, me he desencantado y la inasistencia no me duele. Además, ayer me enteré que en la Cinemateca pasarán clásicos del Neorrealismo italiano, y creo que Max Weber comprenderá mi decisión. La función me servirá para la escaleta que debo entregar en la clase de Guion. La profesora se la da de progre y seguro me anunciará por email una máxima calificación escrita desde su MacBook, con un “¡qué cool!”: el que usa para romper el hielo entre grupos sociales primarios y secundarios.
He llegado a la Plaza de los Museos. El ritmo solar sobreexpone la estampa neoclásica del recinto. En la reja el Museo de Bellas Artes, donde está la sala de la Cinemateca, hay un perro mestizo atado con una cabuya deshilachada. Lo acaricio. Ya en la taquilla saludo a Carlos y compro el ticket de estudiante con el único billete arrugado que tengo, y que no alcanzaría ni para comprar una botella de agua.
El anuncio de la cartelera dice:
Ciclo de Neorrealismo Italiano
“Umberto D.”
Director: Vittorio de Sica
Año: 1952/ Duración: 91 minutos.
Sinopsis: Don Umberto Domenico Ferrari, adulto mayor, ex funcionario ya jubilado, intenta conseguir el dinero para el pago del alquiler de su habitación. En una lucha para no terminar en la calle, la vejez es la víctima y el destino es la soledad. El gran maestro del neorrealismo nos presenta una cruda historia de un hombre solitario con su perro.
Ingreso a la sala de paredes enchapadas, butacas rojas, luz tenue, escenario con piano clausurado y olor a humedad petrificada. Busco mi puesto. Siempre en la quinta fila, en el medio. Hoy está ocupado. Me siento en fila posterior. Ya mi cuerpo comienza a sentir el frío. A veces pienso que por eso es que la sala nunca está repleta. Reconozco alrededor las nucas y cabezas de los mismos borrachos de los chinos de El Tercer mundo, de los estudiantes de cine y de arte, los sombreros de intelectuales solitarios ya ermitaños y decepcionados del curso que tomó esta película y, paradójicamente, las siluetas felices de estudiantes de secundaria que se vienen a besar por 200 bolívares la hora. No somos más de doce personas. Todos heterogéneos sobrevivientes de tiempos que tampoco fueron mejores. Pareciera que aquí vinieran a parar los objetos que la corriente del río no pudo llevar hasta el final de su curso violento. Accidentes sociales que como esas islas de plástico los satélites descubren con asco en los océanos, oasis compuestos por residuos que se niegan a hundir y prefieren flotar con desparpajo ante el sol, sin avergonzarse de su versada inutilidad. Así, los antihéroes, mestizos y bastardos nos juntamos para resistir desde la ficción tanta realidad que ya no soporta rescrituras.
Me pongo mi suéter. Miro a mi derecha y sé que ya no estoy sola en mi fila, se ha acercado un señor, de unos 65 años. Tiene piel rojiza que parece una cobija de lana de tanto poro reluciendo. Viste de traje gris, pasado de moda. Carga un fajo de periódicos bajo su brazo, y hay una bolsa en su otra mano. Me saluda cordial en la luz que ya empieza a ceder.
―Buenas tardes, señorita. Y hace un gesto como si se fuera a quitar un sombrero imaginario.
―Buenas. ― evitando extender el contacto.
Se sienta dejando un puesto de por medio, y allí coloca su cargamento. Me mira con unos ojos que brillan como un pedazo de vidrio quebrado y entonces me acuerdo del niño de la escalera del metro: uno que me estaba mirando con ojos de perro cuando venía de camino hacia acá, y cuando chupaba del seno de su madre ―tan joven como yo ― lo hacía como si intentara sacar con su chupón de cangilón alguna esperanza mojada de un pozo profundo.
― Me dicen que ésta es tan buena como El Ladrón de Bicicletas. Ayer pasaron una que se llama Arroz Amargo, y mañana pasarán una con la Sofía Loren. ¡Uy qué preciosidad de mujer! Dos Mujeres, se llama. ― Se limpia la garganta y hace un esfuerzo por reprimir unos estertores que le nacen de la boca del estómago, como un hambre con telarañas ― ¿Usted ya vio ésta?
Igual que mi madre, el señor es de los que les gusta conversar con desconocidos. El acento y el distanciamiento de un usted me hacen reconocer su procedencia andina. Cazo un tufo a alcohol que nace directamente de su cordialidad y voy evaluando las consecuencias posibles del caso común de aquellos a quienes les das la mano y terminan cogiéndose el brazo entero.
―No, ésta no la he visto ― le digo sin más.
Otro olor, esta vez de pollera y chicharronera del centro caraqueño, quizás de la avenida Baralt o de la Urdaneta, me llega de la bolsa que ha dejado a mi lado. Reconozco adentro una colección de huesos de pollo, relamidos con apetito. Él ha notado mi interés en su paquete.
―Son para mi perro― dice, disculpándose. Hace el gesto de moverla ―No se moleste¬― le digo. Me agradece con un silencio que no es capaz de prolongar:
― Según oí, para el mes que viene pondrán cine francés. No tiene pérdida.
― Sí, muy bueno ― respondo sin interés.
― Lo único acá es que, si uno se queda quietico, se le entumecen los huesos de tanto frío. ― Se ríe y empieza a toser. ― Pero en la última función, ya a la mitad de la película, apagan el aire ― remata como queriéndome dar una información de interés científico.
Las luces se van definitivamente. El proyector se enciende al igual que los parlantes, la pantalla antes opaca se vuelve blanco y negro brillante. Ha iniciado la magia del cine.
―Yo he alcanzado a quedarme en dos funciones seguidas. ―Me dice bajito pero acercándose, tratando de omitir la distancia del asiento que nos separa.
“’¡Shhhhhht!”. Se oye a mis espaldas. Después que no obtiene respuesta de mi parte, el señor consigue callarse. En la oscuridad saco mi libreta de notas, y me preparo a escribir a oscuras. Tengo mi propia técnica de taquigrafía cinéfila en la que la luz no me hace falta.
― ¡Ah! ¿Estudiante? ― insiste sobre los créditos y yo le respondo con un gesto de cine negro con el que lo obligo a tirar su arma al suelo. Al fin, silencio.
"Escaleta de un film: “Umberto D.” de Vittorio de Sica
Cátedra: Guion 1
La secuencia inicial entra con unas campanas de una iglesia que resuenan sobre la ciudad: la Roma de postguerra. Luego un gran plano general de la procesión de unos viejos jubilados que exigen un aumento de sus miserables ingresos. “Aumentati le pensione”, “Abbiamo lavorato tutta la vita”, se lee en unos carteles. Un autobús quiebra la masa, partiéndola en migas humanas. Vemos los rostros seniles, hombres en edad de descansar. Distinguimos a Umberto que junto a su perro Flike se esconde con otros manifestantes. Él grita, él reclama. Al final, la manifestación es dispersada por la policía. “Con un veinte por ciento de aumento podría pagar las deudas de un año”, confiesa ante un grupo. Llega el hambre. Va a un comedor de beneficencia. Umberto oculta a Flike bajo la mesa y come solo la mitad de su plato, para darle el resto a su perro. Quieren echarlos, pues no hay lugar para animales. Salen. “Yo no tengo hijos, ni nadie que pueda ayudarme. Soy un viejo bueno para nada”, dice a un mendigo también entrado en la vejez. Umberto le vende su reloj, y consigue 3.000 liras. En aquel intercambio ambos apuntan a la misma hora miserable. A pesar del tiempo implacable que viven, se ríen.
Uno de los borrachos de la primera fila, como si estuvieran en una tasca y no en una sala de cine, habla en voz alta (esto es la costumbre). “¡Pero cállense!” dice la voz a mis espaldas. “¡Ni que esta fuera tu casa!”, responde otro. Carlos ingresa con su linterna y apacigua los ánimos. “¡Ahora sí me acomodé! ¡Ya me salió papá!”, protesta la voz de trompetista de carta blanca. Entre relinches se calma. ¡Vaya los fenómenos sociales de los que es testigo el arte! La linterna entonces escapa de la sala como un cocuyo del alba.
Umberto D. llega a su morada de alquiler. Está cansado y tiene una gripe que alimenta la derrota salarial. María, la criada, es su cómplice. Cada uno tiene una tragedia donde pueden reconocerse y mirarse a los ojos. Ella está embarazada, desconoce quién es el padre, la patrona aún no lo sabe. ¡La echaría! Hay cantantes de ópera en uno de los salones contiguos, la dueña, entre ellos. Cantan. Umberto abre la puerta de su habitación y se encuentra a dos amantes. La propietaria justifica el alquiler de una hora de amor a dos desconocidos, como retribución a la deuda que Umberto mantiene aún con ella. “Cobra 1000 liras por hora”: María da los detalles de un negocio que siempre ha existido. Los amantes desaparecen y Umberto encuentra en el cuarto las formas de un amor fugaz y descolorido. Sale en compañía de Flike: con tantos trucos de circo en su haber, con más fidelidad sobre su amo que cualquier feligrés sobre su dios. Ya en la calle, Umberto vende sus libros al hombre de un quiosco. Llega a 5.000 liras por esta venta y la del reloj. Si no consigue otras 10.000 liras, lo echarán al final del mes, después de 20 años de habitar la misma cama, ¿dónde dormirá? Umberto ya está en su cuarto, mide su temperatura corporal a la par que cuenta los billetes arrugados. Tiene 38 de fiebre, las mismas 5.000 liras y como novedad, unas hormigas sobre las sábanas que le han dejado los amantes. ¡Así de dulce habrá sido! Las voces operísticas van cesando, llega la madrugada y con ella un sueño cansado.
Escucho unos ronquidos. Es el señor de los huesos de pollo con talento de orador. Se ha quedado dormido y su cabeza se ha rendido a un lado. Veo su perfil azulado por la luz y las arrugas que lo cobijan del frío. Esto lo hacen muchos hombres cansados del camino. Entran gratis, porque los viejos aquí no pagan, y a modo de hotel vienen a dormir durante el tiempo que dure la función, así como los amantes del cuarto de Umberto. Viéndolo así, se me presenta otra teoría que justifica este frío implacable que espante a los aprovechadores del sueño, o a los del amor, si no es lo mismo.
Madrugada. María se despierta con las pisadas de un gato en la claraboya. Una secuencia preciosa de la desolación previa al alba, de la resignación ante un destino de madre soltera que le traza una mueca con cara de gato en medio del silencio y sobre un techo que no le pertenece. Hace café y se toca el vientre donde está su hijo. En el pasillo, Umberto ha llamado al hospital para que lo trasladen de emergencia. Suena el timbre. María abre. Son los enfermeros. Umberto está listo junto a su valija. Deja a María el cuidado de Flike y se acuesta en la camilla con su maletín en el vientre, donde solo tiene un pijama y un jabón. La propietaria se despierta y cuando va al umbral de su casa, distingue a Umberto que, acostado, desciende las escaleras como si se tratase de un rey muerto por el que un pueblo debe llorar.
Los ronquidos han cesado. El señor ahora está despierto, viendo atento la película. No me imagino cómo puede recomendar los títulos que ha visto si se pierde la mitad de la trama. Del otro lado de la sala, a la izquierda, los dos novios se besan sin condolerse por la tragedia de Umberto. Y uno más allá, multiplica el destello de la pantalla con su teléfono móvil. El único que permanece circunspecto es el hombre del sombrero, el intelectual. Siempre se sienta en una esquina. Su butaca sabrá los secretos de su existencia.
En el Hospital fingir una enfermedad garantiza una estancia apacible rodeada de moribundos y rosarios, cama y comida gratis. Pero hay que dar fe a cambio. Umberto permanece así unos días, rezando sin devoción y ya sin fiebre, hasta que sale del Hospital con la convicción de recuperar su habitación. Al llegar a casa, encuentra a algunos obreros que la están remodelando la estancia. Nadie sabe dónde está Flike. Umberto va a la calle, encuentra a María junto a un amante, incrédulo de una paternidad recién anunciada. Mientras llora le confiesa a Umberto que, con toda la alevosía, su patrona le abrió la puerta a Flike para que se escapara. Umberto se dirige a la perrera antes de que lo sacrifiquen. Paga a un taxista, entra al recinto, pide número, hace fila. Un hombre limpia un salón que parece una cámara de gases, Umberto le pregunta: “¿es aquí donde los sacrifican?”. “Sí”, le responde, mientras el agua de una manguera va corriendo con la sangre animal.
Ya el frío es muy fuerte y mi suéter no lo apacigua. Con los huesos de pollo a mi lado, siento que soy parte de la guarnición de una nevera. Me acuerdo del perro que vi al llegar al museo y hago la asociación: su dueño está a mi lado. Menos mal, pienso: en Caracas, aunque tiene jaurías libres, no hay perreras de fusilamiento.
“Un bastado de mirada inteligente. Blanco con manchas marrones”, es la descripción que da Umberto al oficial de la perrera. “Si no lo retira, lo mataremos”, Umberto oye la advertencia de que el guardia da a un hombre que no tiene 450 liras para recuperar con vida a su mascota. En las perreras la vida se decide con dinero. Umberto no encuentra a Flike y en medio de la angustia ve ingresar a un lote de perros a la cámara metálica, directo a la muerte. ¡Qué desesperación la de este viejo! Flike sale de un carro arrastrado con una correa. Umberto lo rescata: se han salvado ambos. Regresa a la pensión de alquiler, Umberto mira a la propietaria que camina con su prometido. La sorprende, poniéndole a Flike en su camino. “No ha muerto. Primero la miraremos muerta a usted”. “Pague sus deudas…Mañana vendrá el conserje a desalojarlo”, replica la mujer y Umberto enarbola un discurso en torno a los 30 años que estuvo de servicio ante el estado italiano, y que él siempre ha pagado sus deudas. Umberto va al Ministerio de Obras Públicas, su antiguo trabajo. En la calle se oye el lamento de un mendigo: “Siete personas tengo que mantener”. Cruza hasta la parada de autobús y encuentra a un antiguo colega, un ingeniero empleado. Le insinúa que necesita 2.000 liras prestadas para que no lo echen de su cuarto. El hombre lo ignora y se monta en el autobús que esperaba. “Ah, Ferrari, si ves a Carlonni, salúdale de mi parte”, le grita el ingeniero. Umberto lo mira mientras el autobús va andando: “Ha muerto”, le responde restregándole los desperdicios fúnebres de su indiferencia, sin que sepamos si es una verdad o una mentira la que toma venganza en forma de noticia. “Siete personas tengo que mantener” la esquina ruge de nuevo. Umberto, sin fe, agacha su mirada, reconociendo en ese aullido su propio futuro. Un plano medio general nos pone frente al Panteón de Agripa, donde aún se leen las huellas de la guerra europea. Una coreografía en su mano huérfana se despide de la dignidad de otros tiempos. Las columnas del Panteón encarcelan la figura de Umberto, que ya se ha quitado el sombrero y ha inmolado la palma de su mano al sacrificio callejero de la mendicidad. Sin resistir la humillación, su mano se rinde, no quiere pedir, y entonces le deja este trabajo a Flike, quien sostiene su sombrero con su hocico, mientras Umberto busca refugio detrás de una columna. Aparece un ingeniero conocido e importante del Ministerio. Umberto le detiene, simula una ocurrencia de Flike, mientras lo sigue hasta el autobús, sin decidirse a confesarle su propósito. “Qué suerte tiene que es jubilado y no hace nada”, concluye el ingeniero. Umberto, indignado, no lo desmiente. Luego, dentro del autobús, el ingeniero le pregunta “¿Usted cree que habrá guerra?”. Umberto no responde, justo ahora que transita sobre sus propias ruinas.
― “¡Ese sí es arrecho…espera a que te jubilen, papá, pa’ que veas lo que es bueno!” ― el mismo de la primera fila culmina su comentario de narrador deportivo, desgañitándose en risas. ― “¡Qué vaina con ese tipo!”― escucho al custodio del silencio que también lo viola a mis espaldas. Me percato de que el señor de los huesos ha regresado a la siesta. Entonces empiezo a comprender las ciencias sociales en el aula callejera, donde la teoría y los libros tienen que oír la voz del hambre y las lecciones del ron blanco. Si una puta entrara aquí, tendría su puesto en primera fila.
Ya vencido, Umberto regresa a la casa sin nada en los bolsillos. La propietaria ha tenido una fiesta, los vestigios de la celebración aún quedan por limpiarse. Él sube las escaleras como si se dirigiera a su patíbulo. Esa mujer una rubia gigante, dueña de una hermosa y lírica voz, es también capaz de lanzar la ancianidad a la calle. Dentro de la habitación de Umberto las paredes desmoronadas, los rastros de una armonía inexistente, y el hueco en un muro que lo lleva a la habitación contigua solo le entregan un viento frío. Sobre su cama ya no hay hormigas de amor, pero sí periódicos y restos de polvo de cal y de cemento. María mira el campo de batalla: “quiere ampliar el salón de recepciones”, aclara disculpándose. Le ofrece un pedazo de pastel que él rechaza. “Sea el lugar adonde vaya, estará mejor que aquí”, le da ánimos. María abandona la habitación y él queda humillado junto al pastel. Un tranvía nocturno rompe el silencio de las aceras vecinas. Su chispazo eléctrico llega en forma de sombra intermitente al antiguo cuarto de Umberto. Él se asoma a la ventana y encuentra en los rieles, en el paso de una maquinaria sobre el suelo, en la conciencia de su indefensión, una posible salida que lo libere. Un suicidio se asoma en su ventana con el rostro de un auto sobre el concreto, figura que traspase una vida que ha costado más de 60 años y diez mil liras al mes. Mira a Flike dormido sobre la cama. Decide armar su maleta con los restos de su infortunio. Se recuesta y no logra dormir. De pronto ya son las seis de la mañana. “Todo lo que ha quedado en la cómoda es tuyo”, le dice a María. Él le miente: “he encontrado otro lugar”. Ella le pide que se vuelvan a ver, mientras no la echan de allí y su embarazo sea ocultable. Umberto, ya en la calle, con su maleta, su sombrero y su perro. sube al tranvía, quieren impedir la entrada de Flike, pero ceden. Mira a María que se despide desde la ventana. Los edificios se jactan de un espacio otorgado por un derecho de propiedad a través de los cristales en movimiento. Cada ladrillo y cada bloque le recuerdan que él no tiene un lugar en el mundo. Se baja en una calle, llega a una pensión para perros, ofrece todo lo que tiene, incluso su equipaje. Son 100 liras el día. “¿Por cuánto tiempo lo dejará? ― Por un tiempo”, responde Umberto. La furia de uno de los tantos perros que habitan el recodo, y el temor de Flike hacen que Umberto cambie de opinión. No lo abandona.
Una corriente de aire me llega desde el techo. Parece que la máquina lanza sus más apasionados vendavales justo en el clímax de la película. Me acaricio los brazos con las manos buscando un calor cinético, mientras que las siluetas de los presentes me regalan una imagen sin tiempo. Miro orgullosa mi borrador de escaleta que en la oscuridad solo constituye un garabato. Tranquila, giro a mi derecha agradeciendo que no protagonizo una desgracia del séptimo arte. De pronto, como un vidrio en el pie, se me hunde la isla de plástico al ver que de la mejilla del señor de los huesos corre una lágrima muda. Ante la desgracia ajena, ya es tarde para arrepentirme de mi indiferencia.
Hombre y perro llegan a un parque. Los niños juegan, algunos padres los observan desde los bancos. Umberto encuentra a Daniela: una niña que ya conoce a Flike. Quiere regalárselo a ella, pero su nana se lo prohíbe. “Un perro como él a cambio de nada”, da su mejor oferta. ¡Y es que Flike es un tesoro! A Daniela que llora por el impedimento, la arrastran lejos. Umberto no tiene opciones. Flike se acerca a unos niños que quieren jugar, entonces aprovecha para escapar y abandonarlo. Olvida su sombrero y su maleta sobre un banquillo. Está dispuesto a dejar lo que más le importa. Cuando cruza el pequeño puente que separa el tren del parque, se esconde. Flike que ya ha empezado a buscarlo, lo encuentra. Umberto le hace creer que todo ha sido parte de un juego. Ya juntos, al borde de los rieles, sin equipaje y sin esperanzas, Umberto espera el tren con Flike en los brazos, reservando para el final un ticket hacia una muerte veloz. El tren viene furioso. A casusa del estertor y la turbulencia de la máquina, Flike se espanta, y con su intuición animal, esquiva las intenciones suicidas, lanzándose lejos de Umberto. El tren ya ha pasado y la muerte no se ha consumado. Flike espera a su amo al borde del límite de seguridad. Cuando Umberto quiere ir por él, Flike retorna al parque. Huye de Umberto en quien ya no confía. Él teje una reconciliación a partir del juego. Flike y Umberto vuelven a tener un hogar. Juntos.”
En la sala hay un silencio que se conduele por una tragedia cotidiana que antes nos era invisible. Los de la primera fila no hablan. Los novios no se besan. Ya no hay espacios para el teléfono móvil. Hay una sincera hermandad entre las únicas 12 personas que espiamos la jornada de un tal Umberto D. Un desconocido, un sin nombre, un anónimo social. Una isla que se hunde. Sentimiento perro que se traduce en este frío.
Umberto y Flike se van alejando por el sendero del parque, dan brincos inciertos hasta convertirse en un punto en la pantalla, al borde superior del encuadre. Pareciera que fueran camino a un precipicio sin colores. La cámara fija en un plano general recibe a unos niños que ingresan al parque por uno de sus costados. El grupo de infantes se acerca a cámara jugando, del mismo modo en que un día y sin remedio la vejez se acercará a ellos. FIN.
Las luces se encienden de nuevo. Los ojos ocultan el llanto que se ha dejado colar. Giro a mi derecha y ya el señor con los periódicos y los huesos ha salido. Mi piel ya no es el único lugar donde habita este frío. En la salida del recinto está Carlos. Confirmo que no me he equivocado: el perro del mecate en la reja era del señor de los huesos. Lo veo desde la taquilla: desamarra el único nudo que nunca ha intentado ahorcarlo. Acaricia a su Flike.
― ¿Quién es él? ― le pregunto.
― Zambrano. Yo le digo a él que anda como El Silbón, silbando sin rumbo y con un saco de huesos.
― Será como Umberto D. ― respondo.
Hay un viento que se escapa en forma de portazo. Carlos cierra la reja de su pequeña taquilla. Me despido y acelero el paso a la secuencia de este campo off. Zambrano ya le ha ofrecido par de huesos al animal. Inicia su partida de desterrado y tránsfuga del tiempo. Va camino al puente, el que da inicio a la Avenida Libertador, la misma zona donde se prostituye la puta que, según mi profesor, tiene el deber de limpiar al mundo de las pestilencias sociales. Yo lo despido con la mirada. Su sombra de mestizo cansado se proyecta junto a la Mezquita, y Flike se detiene en un balaústre para descargar su furia contenida (habrase visto perrito tan educado incapaz de mearse frente un museo, pensará orgulloso Zambrano). La avenida que los recibe, con nombre de héroe inmortal, sigue hasta un horizonte de cuchillos, miasma y hambre de fieras. Ya están lejos, no los distingo.
Miro al cielo y veo las torres de Parque Central. Una está iluminada y otra aún conserva los vestigios de un incendio pasado. Son casi las siete y esta oscuro. Pero no temo de este laberinto de semáforos y alcantarillas que siempre ha sido bondadoso conmigo. Camino con el morral adelante, y una precaución con forma de mano invisible me persigna los miedos. Ya estoy frente a la estación del metro Bellas Artes. Descendiendo por la escalera que me lleva al infierno de vagones. Esta vez no hay niños que me miren. Me reconforta saber que recorreré la misma ruta del río que cruza mi ciudad. Siento que con mi tránsito subterráneo contribuiré con esta necesaria limpieza de cañerías. En silencio alimento esa idea para no sentirme como la mierda. Ya dentro del tren veo mi reflejo fugándose en el cristal. Una noche también envejeceré. Me pregunto qué caudal tomará Zambrano, qué bandera libertaria lo arropará esta noche. Esta ficción de perros duele. Sobre todo duele para el hijo real de María, el que nacerá fuera de la película y envejecerá en esta cruz de alcancía vacía. Zambrano una vez fue niño, igual que Weber. Pero no basta que un recuerdo nos reconcilie. Hoy la lágrima de Zambrano y yo nos hemos vuelto hermanas, como Flike y Umberto lo son.