La película de Óscar Catacora cuenta las vicisitudes por las que pasan Wiilka (Antonio Catacora) y Phaxsi (Rosa Nina), una pareja de ancianos que vive en el nevado Allincapac, arraigados a sus costumbres y creencias a pesar del abandono de su hijo.
Es difícil no recordar Cuentos de Tokio (1953) de Yasujiro Ozu viendo Wiñaypacha, escogida hace unas semanas como la candidata de Perú para el Óscar 2019. No es sólo que el realizador opta por planos estáticos así como solía hacer el director japonés a medida que afinaba más su estilo. No es nada más que muchas escenas están filmadas a la altura del tatami como también hacía Ozu. Es que los conflictos que enfrenta la tradición representada en los padres de la familia en el filme de los cincuenta, se acentúan en la película peruana con resultados demoledores. Aquí ya no hay hijos que siquiera llamen a sus padres. Sólo está la referencia al hijo que se quiso desentender de la cultura y la esperanza de que regrese a visitarlos. Apenas están los animales de la granja que, además, van desapareciendo a medida que transcurre la historia. Y finalmente la presencia de la naturaleza aquí es muchísimo más palpable e inhóspita. Catacora lleva al extremo el desentenderse de lo moderno frente a la tradición. Aquí los personajes dependen de su propia fuerza y costumbres para sobrevivir y sin importar la edad avanzada de ambos.
Mientras más se intenta retratar las costumbres de esta pareja de ancianos, más la naturaleza se encargará de doblegar su presencia en un paisaje salvaje. Y la impresión que dejan las circunstancias es mayor precisamente porque el director opta por una cámara observadora y quieta. Como si en la quietud de la mirada se escondiera también lo perturbable de la naturaleza profunda. Hay lluvias torrenciales, hay predadores, hay enfermedades. Y, en medio de todo, la fidelidad y compañía de la pareja que nunca es enternecida ni almibarada. Hay un compromiso en su dinámica que pareciera casi dado por sentado, pero es tan firme como los embates naturales sin importar que son gestos más pequeños.
Como ocurría en L'Incertitude des Confins (2017) de Julien Sallé, también presente en el festival, aquí la naturaleza tampoco es el motor benevolente y pacifista que tanto se nos vende. Son condiciones a las cuales hay que adaptarse, acomodarse dentro de lo posible, o perecer. Hay una sensación opresiva a lo largo de ambas películas que se traduce en la presencia constante de las montañas y picos, y en detalles que la pareja de ancianos toman como mensajes a los cuales deben estar atentos. El canto de un pájaro es el llanto de un dios quien anuncia una tragedia. La caída de una escultura es el fin de una vida. Estos momentos dan cuenta de las creencias todavía presentes como certezas en medio de la naturaleza, como si hubiera que decodificarla, no para domarla, sino para incluirse en ella. Decodificar es resignarse a un lenguaje inabarcable.
A fin de cuentas, estamos ante una tragedia donde son los elementos naturales los que ejercen el cambio en el destino de los protagonistas. Es significativo que sólo una vez podemos ver de cerca el rostro de estos ancianos, cuando están ingiriendo coca. De resto, los vemos en planos más amplios, como si se nos sugiriera que ellos pertenecen a un entorno que es su identidad más profunda y del cual son indivisibles.