miércoles, 17 de junio de 2020

Masculinidades ambiguas. Cuatro películas de Marco Berger

Varias veces los espectadores de las películas de Marco Berger hemos dicho que él hace cine - de temática - homosexual, como si encasillarlo implicara un logro dentro del cine latinoamericano para visibilizar las relaciones afectivas entre hombres. Y nadie puede negar que un realizador dedicado a personajes de masculinidad ambigua es una anomalía en este lado del mundo. Ya son nueve sus obras enfocadas en hombres que exploran sexual o afectivamente con otros mientras se ponen en perspectiva con su entorno.

Ahora, tal vez esa misma etiqueta haya hecho que espectadores gays se disgusten con tanta heteronorma en la obra del realizador argentino. Porque en el sentido estricto, Berger retrata relaciones homosexuales pero no precisamente gays o LGBTIQA+. En sus películas no hay personajes transexuales, travestis, afeminados, asexuados, nutrias ni osos*.  Tampoco podría decirse que son personajes “alegres”, como significaba la palabra hace cincuenta años o más. Simplemente son hombres con cuerpos definidos pero bastante tristes o “serios” en sus acercamientos al otro, estos que el nicho de las aplicaciones llaman “masculinos” o la izquierda llamaría “hegemónicos”. 

Sus películas tampoco cumplen del todo los códigos de los géneros cinematográficos. Como mucho Plan B (2009) y Un Rubio (2019) calzarían respectivamente dentro de la comedia y el drama, pero si algo comparten los personajes masculinos de su obra hasta ahora es cierto letargo, como un dejar hacer ante la ambigüedad de su entorno. La duración de sus planos suele prolongarse por varios segundos y hay muchas tomas fijas en sus obras.

Ahora, lo verdaderamente incómodo en su cine es la manera de hurgar en la soledad de estos hombres, en la distancia autocreada por esa imagen de masculinidad. Para el marco de este texto, escribiré solo a partir de Ausente (2011), Un Rubio (2019), Taekwondo (2016) y la recién estrenada El Cazador (2020), pero con miras a un acercamiento posterior más amplio.


El Cazador, estrenada recientemente en la plataforma CINE.AR, trata sobre personajes que terminan teniendo encuentros homosexuales por dinero. Ezequiel y Mono son dos amigos que pasan una tarde juntos luego de coincidir en una pista de skaters. El jugueteo sexual entre ellos desencadena acuerdos más turbios de los que tenía en mente Ezequiel en un principio.

A partir de ahí, Berger plantea el deseo desde la ambigüedad. Esto es lo que ha venido trazando en su filmografía previa con variaciones sutiles o considerables también. Por ejemplo, Taekwondo es una película coral por más que destaquen cada tanto los escarceos entre Fernando y su amigo. La cámara se distrae tanto con los múltiples personajes vacacionando que incluso hay más relaciones heterosexuales que las tan achacadas al autor cordobés en su filmografía.

En sus obras a Berger le interesa la grieta de la masculinidad más firme, no enrostrarnos lo queer. Si nos empeñamos en la palabra visibilizar (parecería que durante siglos la sociedad fue ciega o hizo la vista gorda), Marco bordea con sus hombres lo ambiguo, cierta complicidad delatora. La lucha trans por su parte se deslinda frontalmente de lo heteronormado, mientras que estas películas muestran una lucha desde los bordes entre lo hetero y lo homo. A diferencia de Fernando en la mencionada Taekwondo; Gabriel, Sebastián y Bruno luchan desde adentro, se apartan aun estando en esa misma norma del hombre gay que no lo aparenta.


Que el realizador visibilice lo que los gays más 'discretos' usualmente confrontamos, puede ser un camino fácil. Incluso dentro de la comunidad homo, mostrar nuestra feminidad todavía está mal visto por varios. Y más todavía para los hombres heterosexuales. Parece que el juicio es: lo masculino debería disimular sus maneras. Sí, es una discriminación dentro de la misma minoría. Y esa apariencia de hombría desolada por haberse delatado dubitativa está presente en estas cuatro películas.

Pero también es cierto que Berger descompone a nivel visual la fisonomía de estos cuerpos y no solo mostrando el miembro viril en varias ocasiones. En Ausente, por ejemplo, antes de los primeros cinco minutos de transcurrida la película, toma planos detalle de los pies, las piernas, las manos y el torso del protagonista. En esta ocasión no vemos su bulto aunque la escena transcurre en un consultorio médico y la excusa valdría.


Como si estudiar sus cuerpos nos brindara pistas de cómo se desenvuelve la belleza para subsistir, estos personajes hallan un lugar silencioso y sugerido en medio del letargo. Al final, en El Cazador no sabemos qué le cuenta Ezequiel a su padre y aunque fija posición, en Un Rubio Gabriel queda solo y en silencio. Tal ambivalencia nos brinda cierres nunca ilusionados pero sí firmes en cuánto a cómo estos dos hombres se apartan de un entorno viciado de autoengaños.

Tampoco pasemos por alto que incluso esa decisión de mostrar penes en Taekwondo o en Un Rubio tiene un detalle. Están flácidos, no erectos. Parecería una pequeñez este rasgo a quien le incomode una verga en escena por la gratuidad pero es significativo si consideramos que a Berger le interesa la masculinidad en reposo, tal vez a modo de compensar también tanto cine hetero donde las mujeres muestran los senos o la vagina en mucha mayor proporción que lo hacen los hombres.


Más allá de esta proporción que no hace una película mala o buena (sea sobre relaciones hetero o gay), es Un Rubio donde las búsquedas de esta masculinidad ambigua y desolada adquieren una carga más clara y frágil. Ahí Berger condena las conformidades de bisexualidad discreta de Juan y libera a Gabriel (Gastón Re) de contradicciones con las que venía viviendo. Y toma estas decisiones a nivel visual sin necesidad de estridencias. Nadie muere ni hay gritos de reproche propias del melodrama. Ambos protagonistas llevan “su procesión por dentro” pero toman decisiones al respecto. La virilidad descarada de ambos compañeros se aflige del aislamiento y se evade con el sexo o con juegos efímeros.

Ello no le impide que haya varias escenas de una carga erótica frontal. Si algo remarca Berger en sus películas es que el hombre también es un animal sexual. Y así como en sus obras previas lo sugería en personajes reprimidos (en Taekwondo apenas el beso final ocurre en penumbras), en Un Rubio son varios los encuentros donde el erotismo es pleno. Esta liberación de ataduras corporales resuena entre los amigos de Juan y sus conformidades con la novia.

Probablemente por esta franqueza no solo visual sino también en las decisiones de su protagonista, Un Rubio es la más liberad(or)a de estas cuatro películas. La ambivalencia se resuelve durante la obra y de una forma no del todo dialogada entre los personajes, pero sí discursiva a nivel audiovisual y aunque se le achaque cierto constreñimiento en el ritmo. 

No planteo nada más un juego lingüístico con las palabras liberadora y liberada. Entendamos que si tenemos oportunidad de ver personajes libres de sus cargas, podremos también como espectadores liberarnos de los juicios ajenos, y más aún, de los propios que terminan siendo los más recalcitrantes.

* Términos con los que se autodenominan ciertos subgrupos de la comunidad, como si la caza del deseo no fuese solo humana sino sobre todo animal.

lunes, 20 de abril de 2020

Ángel exterminador, ruega por nosotros


Salmo de cuarentena, respondemos todos

- Al levantar la tapa he visto un gran precipicio y al fondo las aguas claras de un torrente.
- Sí y antes de sentarme un águila cruzó unos metros delante de mí.
- Y a mi el viento me lanzó un gran remolino de hojas secas sobre la cara.
- Tengo frío.

El Ángel Exterminador (1962) Luis Buñuel


Un retrato del arcángel Miguel y la biblia de mi abuela me disparan una oración desde mis recuerdos, mientras cumplo mis días de marmota en una ciudad que se ha vuelto mi cuarto y que he podido recorrer con la mirada cautiva desde un balcón prestado. Estas calles responden a mi suspiro ocular como si me hubieran parido y entonces me parece ver a mi abuela calle abajo, anónima transeúnte de un país al que le he confiado su nombre. Contengo las ganas de pedirle la bendición. Los días se repiten o soy yo la que se duplica en estas visiones, ya no sé.
Así también los personajes de Buñuel van tejiendo frases cuyas puntas vuelven a tocarse, repitiéndose a sí mismos, como si el reloj de la Providencia estuviese fallando, y sus tuercas tuvieran que reiniciar sus ciclos para hacer de cada acto viejo y conocido una reafirmación del anterior, resucitando el gesto muerto.
Parece que el ángel exterminador no aguantaba las ganas de salir. Quería andar en bici o estirar sus alas de pájaro y dragón. No lo pensó más, ¿por qué iba a pensar en los otros? ¿Quién de nosotros sacrifica su libertad y sus deseos por los del mundo? El ángel abrió la puerta de la nube, de su casa de pandora. Cuando torció la manilla escuchó la carcajada de Buñuel.
Desde que empezaron estos días trato de hallar ese ángel en este cielo gris. Cada portal de esta casa, que no es la de mis recuerdos, se duplica al infinito sin convertirse en barrotes. Mis cientos de puertas me llevan al mismo lugar que me presenta una versión desconocida de mí en supuesto cautiverio.
En ese recuerdo veo arrinconado un piano que nunca aprendí a tocar y que aún duerme en la distante casa de mi abuela, y entonces me viene a la mente la estampa de aquella burguesía alrededor de ese otro piano de un México de 1962, atrapada dentro de una mansión a causa de algún misterioso maleficio que los priva de la libertad. ¿Será que nos hemos metido en la película?
“No está Lucas”, dice extrañado el personaje al no encontrar quien reciba los abrigos de sus invitados. Toda la servidumbre está desesperada por irse. Los sacude una pulsión opuesta a la celebración. Algunos se escapan de a poco, sin motivo aparente. Han huido “como las ratas de un barco ante el naufragio”, dirá después uno de los personajes de frac. Tal vez los visitó una premonición. Quizás un llamado animal o un llamado de clase. Nosotros no hemos sabido escucharlo. Así como somos sordos ante los tiros de las fronteras y la sangre de sus muros.
“La patria es un conjunto de ríos que van a dar al mar, que es el morir”, afirman dos personajes del film durante el banquete. Y entonces veo las noticias de tal o cual canal, confirmando que de nada sirve parcelar la vida, si la muerte está a flor de piel. Nada nos puede proteger de la furia de un ángel que va descalzo cagado de risa, cosechando las discordias que nosotros mismos sembramos. Un ángel invisible que encontró la llave de nuestra casa y se la tragó.
Desde el día que salió ꟷo más bien la nocheꟷ su furia santificadora nos encerró. Y nos dijo: ya no están en la cumbre de esta pirámide. Y la vida es una mirada que nos cruza y nos parte y que no solo está en sus corazones. Vibra con la pulpa de los árboles, aunque ya estén muertos en sus libros. Vibra en la punta del árbol y en el reventar de las olas. También vibra en el silencio. Usted que tantos libros ha leído, dígame cuántos idiomas pueden nombrar la muerte, leerla y vivirla. Hay canciones que no tienen partitura.
Los burgueses y los no tanto, los que querían perecer y ahora quieren vivir, los que se tiñen el cabello y ya tienen raíces de tubérculo, los que votan por aquel otro, los que roban la electricidad para no vivir en una caverna cada noche, los que quieren salvar la economía, los que quieren vivos a sus abuelos, los que lloran por la naturaleza, los que sufren la pandemia del hambre desde hace siglos; todos se repiten unos a otros que es hasta ahora que han vivido el encierro. Debe ser que antes éramos libres, como libres creían ser los personajes del film antes de permanecer confinados en la sala confortable que sería su calabozo.
 Después de semanas encarnando el desencuentro hemos tenido que vaciar nuestros ombligos y convertirnos en nuestra propia nube, y un poco nuestro propio calvario. Buñuel ya lo representó. Un retorno al medioevo con el hashtag de QuédateEnCasa, solo por si no aprendimos las lecciones de Historia. Bien lo reclamaban nuestros profesores: había que poner atención a las pandemias, pero desde el fondo del aula qué iba a saber yo que aquellas fechas tendrían utilidad. Mis dedos ahora tendrán que temerles a las pulgas, a las mordidas de ratas, a los vuelos de murciélagos y a las miradas de algunos hombres. Llegó esta peste blanca porque siempre han sido blancos quienes han esculpido genocidiosꟷ, salió con sus alas de ángel y sobrevoló todas nuestras certezas evolutivas. Se burló de nuestros ahorros, del progreso y la meritocracia. ¿Quién tiene más mérito de vivir? Quítese el tapaboca el que sepa la respuesta.
Creo que vino a buscar la dignidad humana, y nos vino a sugerir el suicidio como sublimación, el mismo que ejecutan los únicos iluminados del film; esos amantes que detrás de una puerta confían a un arcángel su última muerte y su primer orgasmo, valga la redundancia. Este ángel vino a rompernos los huesos para que no saliéramos ilesos. Nos puso el espejo frente al vómito. Y acá le seguimos echando caca al vecino y tocando cacerolas contra la hinchada opositora. Pero Buñuel empieza a gritar desde la tumba: “los corderos, los corderos”, dice. “La sonata, la sonata”, repite. Se cortaría un ojo si con ello pudiera hacernos recordar al piano, el que aparece en medio del film tirado como un lastre, y que luego cobra protagonismo al final, después de tanta muerte y sacrificio.
La valquiria, un enigmático personaje de la trama, llega a una revelación. Va pidiendo a todos retomar las posiciones que, durante aquella primera noche de encierro, mantenían. Se acerca a la pianista y le recuerda: “usted estaba tocando el piano”. Una epifanía los atraviesa, después de todo para qué les ha servido la razón. Y hacen sonar la música y resucitan la representación absurda. Todos vuelven a repetir sus estampas de gloria, pero ahora con los cuerpos rancios y decadentes que ahora habitan. La música suena, la tragedia se olvida y comienza el juego de la repetición. Una versión más humana que la secuencia original. Todas las víctimas del maleficio volcadas al milagro de la creación. Los arrebata el ritual hipnótico del misterio. La comunión de las almas desde el arte rompe el encantamiento. Pueden salir, dejando sus egos. Se liberan. Pero acá, afuera de los 35 milímetros, ¿quién podrá tocar la música libertaria? ¿Qué mano está libre de mierda? ¿O tendremos que salir a los balcones ꟷlos del almaꟷ y entonar un mismo himno, juntes? Volvernos sirenas para hacer dormir a este ángel, nuestro. Durmiéndose él, puede que nosotros despertemos. O quizás ambos debamos dormir para vivir el mismo sueño redentor. ¡Qué se yo!
Si la música no es lo nuestro, por lo menos empecemos con una oración desde cada balcón ꟷbenditos propietarios y herederosꟷ.
Ángel exterminador: extermina la abulia, extermina la indiferencia, extermina la represión, extermina a los colonos y al colonialismo, extermina al patriarcado, extermina al racismo, extermina la guerra, extermina la injusticia, extermina la mediocridad, extermina los amores con fronteras, extermina a los estafadores de infancias. ¡Deja sonreír a los abuelos! No nos quites el llanto ni la risa solidaria, tampoco el abrazo, ni la noche y su fuego. Limpia la podredumbre, sobre todo la del oro, el petróleo y la sevicia. Lava nuestras miradas con música y líbranos del odio. Ángel exterminador, ruega por nosotros.
Y en medio de esta oración, quien esté libre de sueños y quiera adjudicar la culpa a este ser redentor e imaginario, que lance la primera piedra. 
Amén.


Para verla, descarga la app PopCornTime, está ahí registrada como The angel exterminating.
También está en youtube en calidad precaria
https://www.youtube.com/watch?v=GnFW1BlxOR4

jueves, 2 de abril de 2020

Tres películas de la 6ta muestra de cine español Espanoramas 2020

La claridad emocional de La hija de un ladrón de Belén Funes viene dada por el detenimiento en los aprendizajes de su protagonista a pesar de cierta violencia contenida. Ellos la harán a ella más humana y solitaria, y desde el comienzo están sugeridos en el diseño de sonido de la obra.

Sara (Greta Fernández) tiene una condición auditiva. Esta no se precisa pero sí es evidente en el nivel visual y en los sonidos reiterativos que la rodean como el llanto de bebés aparte de los de su hijo.

Por otro lado, no es aleatoria la normalidad con la que se define a ella misma y también a su hermano. Estos son personajes que se aferran a ser comunes a pesar de sus discapacidades fisiológicas y sus incapacidades para interactuar con el entorno familiar.

El final nos batuquea porque junto con la protagonista caemos en cuenta de que el alcance de sus luchas por su bebé y su hermano menor se desplazan a su novio y su padre respectivamente. Y su mayor triunfo será una novedad que está grabada para que parezca irrelevante: un contrato fijo en una cocina donde hay una buena relación con los compañeros y superiores.


Una inquietud que puede hilar La hija de un ladrón con Buñuel en el laberinto de las tortugas es la soledad. Y no solo porque la primera cierra con el reconocimiento “me voy a quedar sola, ¿verdad?” y en la segunda la Muerte le dice a Buñuel “estás solo”. Se trata de cómo viven estos personajes para tensar las relaciones de su entorno. 

El personaje de Buñuel reconoce finalmente, en la película animada de Salvador Simó Busom, que sus maneras estaban siendo caprichosas con su amigo solo por el compromiso a su propio arte. Como si se nos dijera que no se debería hacer arte desde la ineptitud, los realizadores hallan una manera de reconciliar a los dos amigos. Que aquí se esconda una postura moral al menos queda matizado con el plano de la reconciliación, unas líneas montañosas atraviesan los perfiles de ambos.


A propósito de Buñuel, su cita inicial y lo simétrico en 7 razones para huir, de Soler, Quinto y Torras, es una referencia simbólica y constante durante la obra en el nivel discursivo. Esto es más visible en la primera razón-historia puesto que ya el primer plano nos plantea la asimetría en un detalle: una estatuilla de una familia de tres miembros tiene al hijo descabezado, aunque el resto de la imagen es fija y proporcionada. Este minúsculo desperfecto nos presenta siete historias sacadas del quicio de la indiferencia o la sensibilidad.

La primera y la última son las más fuertes. Retratan las contradicciones nucleares de la sociedad: la familia, el matrimonio y la iglesia.

En esa, la sátira se exacerba a partir de dos padres despedazando a su hijo con sinceridades despiadadas. La cámara y los escasos cortes incentivan la fluidez del humor ante una situación improbable que dinamita juicios sobre el aborto, abusos sexuales y disconformidades familiares.

Y en esta, es destituido cualquier engaño social en pleno casamiento. La novia cuestiona el “hasta que la muerte nos separe”. Y su firmeza expresiva y analítica va desde cuestionar la posición sexual del perrito con nalgadas incluidas a oídos de todos hasta callar al cura por su descaro de sentirse ofendido. Quien crea que estas son historias basadas en la indiferencia, tendrá en ciertos personajes un punto de partida para cuestionar ello.

Películas como esta dan cuenta de ciertos tipos de humor que Fran Gayo, el curador de las muestras, ha escogido ya en otras ediciones como en 2018 con Muchos hijos, un mono y un castillo; y en 2019 con La Llamada y Tiempo después.


domingo, 8 de marzo de 2020

Un bastardo de mirada inteligente

Por Isis Silva

Sociología, según A. Giddens, es el “estudio de la vida humana de los grupos y sociedades”. Hoy me escapé de esa clase. Aquí llamamos a eso jubilarse, como si mi condición de estudiante becada y la de mi abuelo pensionado pudieran compartirse. Desde que mi profesor dijo que “la prostitución era necesaria para calmar las pulsiones más bajas de la sociedad”, me he desencantado y la inasistencia no me duele. Además, ayer me enteré que en la Cinemateca pasarán clásicos del Neorrealismo italiano, y creo que Max Weber comprenderá mi decisión. La función me servirá para la escaleta que debo entregar en la clase de Guion. La profesora se la da de progre y seguro me anunciará por email una máxima calificación escrita desde su MacBook, con un “¡qué cool!”: el que usa para romper el hielo entre grupos sociales primarios y secundarios.

He llegado a la Plaza de los Museos. El ritmo solar sobreexpone la estampa neoclásica del recinto. En la reja el Museo de Bellas Artes, donde está la sala de la Cinemateca, hay un perro mestizo atado con una cabuya deshilachada. Lo acaricio. Ya en la taquilla saludo a Carlos y compro el ticket de estudiante con el único billete arrugado que tengo, y que no alcanzaría ni para comprar una botella de agua.
El anuncio de la cartelera dice:
Ciclo de Neorrealismo Italiano
“Umberto D.”
Director: Vittorio de Sica
Año: 1952/ Duración: 91 minutos.
Sinopsis: Don Umberto Domenico Ferrari, adulto mayor, ex funcionario ya jubilado, intenta conseguir el dinero para el pago del alquiler de su habitación. En una lucha para no terminar en la calle, la vejez es la víctima y el destino es la soledad. El gran maestro del neorrealismo nos presenta una cruda historia de un hombre solitario con su perro.

Ingreso a la sala de paredes enchapadas, butacas rojas, luz tenue, escenario con piano clausurado y olor a humedad petrificada. Busco mi puesto. Siempre en la quinta fila, en el medio. Hoy está ocupado. Me siento en fila posterior. Ya mi cuerpo comienza a sentir el frío. A veces pienso que por eso es que la sala nunca está repleta. Reconozco alrededor las nucas y cabezas de los mismos borrachos de los chinos de El Tercer mundo, de los estudiantes de cine y de arte, los sombreros de intelectuales solitarios ya ermitaños y decepcionados del curso que tomó esta película y, paradójicamente, las siluetas felices de estudiantes de secundaria que se vienen a besar por 200 bolívares la hora. No somos más de doce personas. Todos heterogéneos sobrevivientes de tiempos que tampoco fueron mejores. Pareciera que aquí vinieran a parar los objetos que la corriente del río no pudo llevar hasta el final de su curso violento. Accidentes sociales que como esas islas de plástico los satélites descubren con asco en los océanos, oasis compuestos por residuos que se niegan a hundir y prefieren flotar con desparpajo ante el sol, sin avergonzarse de su versada inutilidad. Así, los antihéroes, mestizos y bastardos nos juntamos para resistir desde la ficción tanta realidad que ya no soporta rescrituras.

Me pongo mi suéter. Miro a mi derecha y sé que ya no estoy sola en mi fila, se ha acercado un señor, de unos 65 años. Tiene piel rojiza que parece una cobija de lana de tanto poro reluciendo. Viste de traje gris, pasado de moda. Carga un fajo de periódicos bajo su brazo, y hay una bolsa en su otra mano. Me saluda cordial en la luz que ya empieza a ceder.

―Buenas tardes, señorita. Y hace un gesto como si se fuera a quitar un sombrero imaginario.
―Buenas. ― evitando extender el contacto.
Se sienta dejando un puesto de por medio, y allí coloca su cargamento. Me mira con unos ojos que brillan como un pedazo de vidrio quebrado y entonces me acuerdo del niño de la escalera del metro: uno que me estaba mirando con ojos de perro cuando venía de camino hacia acá, y cuando chupaba del seno de su madre ―tan joven como yo ―  lo hacía como si intentara sacar con su chupón de cangilón alguna esperanza mojada de un pozo profundo.
― Me dicen que ésta es tan buena como El Ladrón de Bicicletas. Ayer pasaron una que se llama Arroz Amargo, y mañana pasarán una con la Sofía Loren. ¡Uy qué preciosidad de mujer! Dos Mujeres, se llama. ― Se limpia la garganta y hace un esfuerzo por reprimir unos estertores que le nacen de la boca del estómago, como un hambre con telarañas ― ¿Usted ya vio ésta?
Igual que mi madre, el señor es de los que les gusta conversar con desconocidos. El acento y el distanciamiento de un usted me hacen reconocer su procedencia andina. Cazo un tufo a alcohol que nace directamente de su cordialidad y voy evaluando las consecuencias posibles del caso común de aquellos a quienes les das la mano y terminan cogiéndose el brazo entero.
―No, ésta no la he visto ― le digo sin más.
Otro olor, esta vez de pollera y chicharronera del centro caraqueño, quizás de la avenida Baralt o de la Urdaneta, me llega de la bolsa que ha dejado a mi lado. Reconozco adentro una colección de huesos de pollo, relamidos con apetito. Él ha notado mi interés en su paquete.
―Son para mi perro― dice, disculpándose. Hace el gesto de moverla ―No se moleste¬― le digo. Me agradece con un silencio que no es capaz de prolongar:
― Según oí, para el mes que viene pondrán cine francés. No tiene pérdida.
― Sí, muy bueno ― respondo sin interés.
― Lo único acá es que, si uno se queda quietico, se le entumecen los huesos de tanto frío. ― Se ríe y empieza a toser. ― Pero en la última función, ya a la mitad de la película, apagan el aire ― remata como queriéndome dar una información de interés científico.

Las luces se van definitivamente. El proyector se enciende al igual que los parlantes, la pantalla antes opaca se vuelve blanco y negro brillante. Ha iniciado la magia del cine.
―Yo he alcanzado a quedarme en dos funciones seguidas. ―Me dice bajito pero acercándose, tratando de omitir la distancia del asiento que nos separa.
“’¡Shhhhhht!”. Se oye a mis espaldas. Después que no obtiene respuesta de mi parte, el señor consigue callarse. En la oscuridad saco mi libreta de notas, y me preparo a escribir a oscuras. Tengo mi propia técnica de taquigrafía cinéfila en la que la luz no me hace falta.
― ¡Ah! ¿Estudiante? ― insiste sobre los créditos y yo le respondo con un gesto de cine negro con el que lo obligo a tirar su arma al suelo. Al fin, silencio.

"Escaleta de un film: “Umberto D.” de Vittorio de Sica
Cátedra: Guion 1
La secuencia inicial entra con unas campanas de una iglesia que resuenan sobre la ciudad: la Roma de postguerra. Luego un gran plano general de la procesión de unos viejos jubilados que exigen un aumento de sus miserables ingresos. “Aumentati le pensione”, “Abbiamo lavorato tutta la vita”, se lee en unos carteles. Un autobús quiebra la masa, partiéndola en migas humanas. Vemos los rostros seniles, hombres en edad de descansar. Distinguimos a Umberto que  junto a su perro Flike se esconde con otros manifestantes. Él grita, él reclama. Al final, la manifestación es dispersada por la policía. “Con un veinte por ciento de aumento podría pagar las deudas de un año”, confiesa ante un grupo. Llega el hambre. Va a un comedor de beneficencia. Umberto oculta a Flike bajo la mesa y come solo la mitad de su plato, para darle el resto a su perro. Quieren echarlos, pues no hay lugar para animales. Salen. “Yo no tengo hijos, ni nadie que pueda ayudarme. Soy un viejo bueno para nada”, dice a un mendigo también entrado en la vejez. Umberto le vende su reloj, y consigue 3.000 liras. En aquel intercambio ambos apuntan a la misma hora miserable. A pesar del tiempo implacable que viven, se ríen.

Uno de los borrachos de la primera fila, como si estuvieran en una tasca y no en una sala de cine, habla en voz alta (esto es la costumbre). “¡Pero cállense!” dice la voz a mis espaldas. “¡Ni que esta fuera tu casa!”, responde otro. Carlos ingresa con su linterna y apacigua los ánimos. “¡Ahora sí me acomodé! ¡Ya me salió papá!”, protesta la voz de trompetista de carta blanca. Entre relinches se calma. ¡Vaya los fenómenos sociales de los que es testigo el arte! La linterna entonces escapa de la sala como un cocuyo del alba.

Umberto D. llega a su morada de alquiler. Está cansado y tiene una gripe que alimenta la derrota salarial. María, la criada, es su cómplice. Cada uno tiene una tragedia donde pueden reconocerse y mirarse a los ojos. Ella está embarazada, desconoce quién es el padre, la patrona aún no lo sabe. ¡La echaría! Hay cantantes de ópera en uno de los salones contiguos, la dueña, entre ellos. Cantan. Umberto abre la puerta de su habitación y se encuentra a dos amantes. La propietaria justifica el alquiler de una hora de amor a dos desconocidos, como retribución a la deuda que Umberto mantiene aún con ella. “Cobra 1000 liras por hora”: María da los detalles de un negocio que siempre ha existido. Los amantes desaparecen y Umberto encuentra en el cuarto las formas de un amor fugaz y descolorido. Sale en compañía de Flike: con tantos trucos de circo en su haber, con más fidelidad sobre su amo que cualquier feligrés sobre su dios. Ya en la calle, Umberto vende sus libros al hombre de un quiosco. Llega a 5.000 liras por esta venta y la del reloj. Si no consigue otras 10.000 liras, lo echarán al final del mes, después de 20 años de habitar la misma cama, ¿dónde dormirá? Umberto ya está en su cuarto, mide su temperatura corporal a la par que cuenta los billetes arrugados. Tiene 38 de fiebre, las mismas 5.000 liras y como novedad, unas hormigas sobre las sábanas que le han dejado los amantes. ¡Así de dulce habrá sido! Las voces operísticas van cesando, llega la madrugada y con ella un sueño cansado.

Escucho unos ronquidos. Es el señor de los huesos de pollo con talento de orador. Se ha quedado dormido y su cabeza se ha rendido a un lado. Veo su perfil azulado por la luz y las arrugas que lo cobijan del frío. Esto lo hacen muchos hombres cansados del camino. Entran gratis, porque los viejos aquí no pagan, y a modo de hotel vienen a dormir durante el tiempo que dure la función, así como los amantes del cuarto de Umberto. Viéndolo así, se me presenta otra teoría que justifica este frío implacable que espante a los aprovechadores del sueño, o a los del amor, si no es lo mismo.

Madrugada. María se despierta con las pisadas de un gato en la claraboya. Una secuencia preciosa de la desolación previa al alba, de la resignación ante un destino de madre soltera que le traza una mueca con cara de gato en medio del silencio y sobre un techo que no le pertenece. Hace café y se toca el vientre donde está su hijo. En el pasillo, Umberto ha llamado al hospital para que lo trasladen de emergencia. Suena el timbre. María abre. Son los enfermeros. Umberto está listo junto a su valija. Deja a María el cuidado de Flike y se acuesta en la camilla con su maletín en el vientre, donde solo tiene un pijama y un jabón. La propietaria se despierta y cuando va al umbral de su casa, distingue a Umberto que, acostado, desciende las escaleras como si se tratase de un rey muerto por el que un pueblo debe llorar.

Los ronquidos han cesado. El señor ahora está despierto, viendo atento la película. No me imagino cómo puede recomendar los títulos que ha visto si se pierde la mitad de la trama. Del otro lado de la sala, a la izquierda, los dos novios se besan sin condolerse por la tragedia de Umberto. Y uno más allá, multiplica el destello de la pantalla con su teléfono móvil. El único que permanece circunspecto es el hombre del sombrero, el intelectual. Siempre se sienta en una esquina. Su butaca sabrá los secretos de su existencia.

En el Hospital fingir una enfermedad garantiza una estancia apacible rodeada de moribundos y rosarios, cama y comida gratis. Pero hay que dar fe a cambio. Umberto permanece así unos días, rezando sin devoción y ya sin fiebre, hasta que sale del Hospital con la convicción de recuperar su habitación. Al llegar a casa, encuentra a algunos obreros que la están remodelando la estancia. Nadie sabe dónde está Flike. Umberto va a la calle, encuentra a María junto a un amante, incrédulo de una paternidad recién anunciada. Mientras llora le confiesa a Umberto que, con toda la alevosía, su patrona le abrió la puerta a Flike para que se escapara. Umberto se dirige a la perrera antes de que lo sacrifiquen. Paga a un taxista, entra al recinto, pide número, hace fila. Un hombre limpia un salón que parece una cámara de gases, Umberto le pregunta: “¿es aquí donde los sacrifican?”. “Sí”, le responde, mientras el agua de una manguera va corriendo con la sangre animal.

Ya el frío es muy fuerte y mi suéter no lo apacigua. Con los huesos de pollo a mi lado, siento que soy parte de la guarnición de una nevera. Me acuerdo del perro que vi al llegar al museo y hago la asociación: su dueño está a mi lado. Menos mal, pienso: en Caracas, aunque tiene jaurías libres, no hay perreras de fusilamiento.

“Un bastado de mirada inteligente. Blanco con manchas marrones”, es la descripción que da Umberto al oficial de la perrera. “Si no lo retira, lo mataremos”, Umberto oye la advertencia de que el guardia da a un hombre que no tiene 450 liras para recuperar con vida a su mascota. En las perreras la vida se decide con dinero. Umberto no encuentra a Flike y en medio de la angustia ve ingresar a un lote de perros a la cámara metálica, directo a la muerte. ¡Qué desesperación la de este viejo! Flike sale de un carro arrastrado con una correa. Umberto lo rescata: se han salvado ambos. Regresa a la pensión de alquiler, Umberto mira a la propietaria que camina con su prometido. La sorprende, poniéndole a Flike en su camino. “No ha muerto. Primero la miraremos muerta a usted”. “Pague sus deudas…Mañana vendrá el conserje a desalojarlo”, replica la mujer y Umberto enarbola un discurso en torno a los 30 años que estuvo de servicio ante el estado italiano, y que él siempre ha pagado sus deudas. Umberto va al Ministerio de Obras Públicas, su antiguo trabajo. En la calle se oye el lamento de un mendigo: “Siete personas tengo que mantener”. Cruza hasta la parada de autobús y encuentra a un antiguo colega, un ingeniero empleado. Le insinúa que necesita 2.000 liras prestadas para que no lo echen de su cuarto. El hombre lo ignora y se monta en el autobús que esperaba. “Ah, Ferrari, si ves a Carlonni, salúdale de mi parte”, le grita el ingeniero. Umberto lo mira mientras el autobús va andando: “Ha muerto”, le responde restregándole los desperdicios fúnebres de su indiferencia, sin que sepamos si es una verdad o una mentira la que toma venganza en forma de noticia. “Siete personas tengo que mantener” la esquina ruge de nuevo. Umberto, sin fe, agacha su mirada, reconociendo en ese aullido su propio futuro. Un plano medio general nos pone frente al Panteón de Agripa, donde aún se leen las huellas de la guerra europea. Una coreografía en su mano huérfana se despide de la dignidad de otros tiempos. Las columnas del Panteón encarcelan la figura de Umberto, que ya se ha quitado el sombrero y ha inmolado la palma de su mano al sacrificio callejero de la mendicidad. Sin resistir la humillación, su mano se rinde, no quiere pedir, y entonces le deja este trabajo a Flike, quien sostiene su sombrero con su hocico, mientras Umberto busca refugio detrás de una columna. Aparece un ingeniero conocido e importante del Ministerio. Umberto le detiene, simula una ocurrencia de Flike, mientras lo sigue hasta el autobús, sin decidirse a confesarle su propósito. “Qué suerte tiene que es jubilado y no hace nada”, concluye el ingeniero. Umberto, indignado, no lo desmiente. Luego, dentro del autobús, el ingeniero le pregunta “¿Usted cree que habrá guerra?”. Umberto no responde, justo ahora que transita sobre sus propias ruinas.
― “¡Ese sí es arrecho…espera a que te jubilen, papá, pa’ que veas lo que es bueno!” ― el mismo de la primera fila culmina su comentario de narrador deportivo, desgañitándose en risas. ― “¡Qué vaina con ese tipo!”― escucho al custodio del silencio que también lo viola a mis espaldas. Me percato de que el señor de los huesos ha regresado a la siesta. Entonces empiezo a comprender las ciencias sociales en el aula callejera, donde la teoría y los libros tienen que oír la voz del hambre y las lecciones del ron blanco. Si una puta entrara aquí, tendría su puesto en primera fila.

Ya vencido, Umberto regresa a la casa sin nada en los bolsillos. La propietaria ha tenido una fiesta, los vestigios de la celebración aún quedan por limpiarse. Él sube las escaleras como si se dirigiera a su patíbulo. Esa mujer una rubia gigante, dueña de una hermosa y lírica voz, es también capaz de lanzar la ancianidad a la calle.  Dentro de la habitación de Umberto las paredes desmoronadas, los rastros de una armonía inexistente, y el hueco en un muro que lo lleva a la habitación contigua solo le entregan un viento frío. Sobre su cama ya no hay hormigas de amor, pero sí periódicos y restos de polvo de cal y de cemento. María mira el campo de batalla: “quiere ampliar el salón de recepciones”, aclara disculpándose. Le ofrece un pedazo de pastel que él rechaza. “Sea el lugar adonde vaya, estará mejor que aquí”, le da ánimos. María abandona la habitación y él queda humillado junto al pastel. Un tranvía nocturno rompe el silencio de las aceras vecinas. Su chispazo eléctrico llega en forma de sombra intermitente al antiguo cuarto de Umberto. Él se asoma a la ventana y encuentra en los rieles, en el paso de una maquinaria sobre el suelo, en la conciencia de su indefensión, una posible salida que lo libere. Un suicidio se asoma en su ventana con el rostro de un auto sobre el concreto, figura que traspase una vida que ha costado más de 60 años y diez mil liras al mes. Mira a Flike dormido sobre la cama. Decide armar su maleta con los restos de su infortunio. Se recuesta y no logra dormir. De pronto ya son las seis de la mañana. “Todo lo que ha quedado en la cómoda es tuyo”, le dice a María. Él le miente: “he encontrado otro lugar”. Ella le pide que se vuelvan a ver, mientras no la echan de allí y su embarazo sea ocultable. Umberto, ya en la calle, con su maleta, su sombrero y su perro. sube al tranvía, quieren impedir la entrada de Flike, pero ceden. Mira a María que se despide desde la ventana. Los edificios se jactan de un espacio otorgado por un derecho de propiedad a través de los cristales en movimiento. Cada ladrillo y cada bloque le recuerdan que él no tiene un lugar en el mundo. Se baja en una calle, llega a una pensión para perros, ofrece todo lo que tiene, incluso su equipaje. Son 100 liras el día. “¿Por cuánto tiempo lo dejará? ― Por un tiempo”, responde Umberto. La furia de uno de los tantos perros que habitan el recodo, y el temor de Flike hacen que Umberto cambie de opinión. No lo abandona.

Una corriente de aire me llega desde el techo. Parece que la máquina lanza sus más apasionados vendavales justo en el clímax de la película. Me acaricio los brazos con las manos buscando un calor cinético, mientras que las siluetas de los presentes me regalan una imagen sin tiempo. Miro orgullosa mi borrador de escaleta que en la oscuridad solo constituye un garabato. Tranquila, giro a mi derecha agradeciendo que no protagonizo una desgracia del séptimo arte. De pronto, como un vidrio en el pie, se me hunde la isla de plástico al ver que de la mejilla del señor de los huesos corre una lágrima muda. Ante la desgracia ajena, ya es tarde para arrepentirme de mi indiferencia.

Hombre y perro llegan a un parque. Los niños juegan, algunos padres los observan desde los bancos. Umberto encuentra a Daniela: una niña que ya conoce a Flike. Quiere regalárselo a ella, pero su nana se lo prohíbe. “Un perro como él a cambio de nada”, da su mejor oferta. ¡Y es que Flike es un tesoro! A Daniela que llora por el impedimento, la arrastran lejos. Umberto no tiene opciones. Flike se acerca a unos niños que quieren jugar, entonces aprovecha para escapar y abandonarlo. Olvida su sombrero y su maleta sobre un banquillo. Está dispuesto a dejar lo que más le importa. Cuando cruza el pequeño puente que separa el tren del parque, se esconde. Flike que ya ha empezado a buscarlo, lo encuentra. Umberto le hace creer que todo ha sido parte de un juego. Ya juntos, al borde de los rieles, sin equipaje y sin esperanzas, Umberto espera el tren con Flike en los brazos, reservando para el final un ticket hacia una muerte veloz. El tren viene furioso. A casusa del estertor y la turbulencia de la máquina, Flike se espanta, y con su intuición animal, esquiva las intenciones suicidas, lanzándose lejos de Umberto. El tren ya ha pasado y la muerte no se ha consumado. Flike espera a su amo al borde del límite de seguridad. Cuando Umberto quiere ir por él, Flike retorna al parque. Huye de Umberto en quien ya no confía. Él teje una reconciliación a partir del juego. Flike y Umberto vuelven a tener un hogar. Juntos.”

En la sala hay un silencio que se conduele por una tragedia cotidiana que antes nos era invisible. Los de la primera fila no hablan. Los novios no se besan. Ya no hay espacios para el teléfono móvil. Hay una sincera hermandad entre las únicas 12 personas que espiamos la jornada de un tal Umberto D. Un desconocido, un sin nombre, un anónimo social. Una isla que se hunde. Sentimiento perro que se traduce en este frío.

Umberto y Flike se van alejando por el sendero del parque, dan brincos inciertos hasta convertirse en un punto en la pantalla, al borde superior del encuadre. Pareciera que fueran camino a un precipicio sin colores. La cámara fija en un plano general recibe a unos niños que ingresan al parque por uno de sus costados. El grupo de infantes se acerca a cámara jugando, del mismo modo en que un día y sin remedio la vejez se acercará a ellos. FIN.
Las luces se encienden de nuevo. Los ojos ocultan el llanto que se ha dejado colar. Giro a mi derecha y ya el señor con los periódicos y los huesos ha salido. Mi piel ya no es el único lugar donde habita este frío. En la salida del recinto está Carlos. Confirmo que no me he equivocado: el perro del mecate en la reja era del señor de los huesos. Lo veo desde la taquilla: desamarra el único nudo que nunca ha intentado ahorcarlo. Acaricia a su Flike.
― ¿Quién es él? ― le pregunto.
― Zambrano. Yo le digo a él que anda como El Silbón, silbando sin rumbo y con un saco de huesos.
― Será como Umberto D. ― respondo.
Hay un viento que se escapa en forma de portazo. Carlos cierra la reja de su pequeña taquilla. Me despido y acelero el paso a la secuencia de este campo off. Zambrano ya le ha ofrecido par de huesos al animal. Inicia su partida de desterrado y tránsfuga del tiempo. Va camino al puente, el que da inicio a la Avenida Libertador, la misma zona donde se prostituye la puta que, según mi profesor, tiene el deber de limpiar al mundo de las pestilencias sociales. Yo lo despido con la mirada. Su sombra de mestizo cansado se proyecta junto a la Mezquita, y Flike se detiene en un balaústre para descargar su furia contenida (habrase visto perrito tan educado incapaz de mearse frente un museo, pensará orgulloso Zambrano). La avenida que los recibe, con nombre de héroe inmortal, sigue hasta un horizonte de cuchillos, miasma y hambre de fieras. Ya están lejos, no los distingo.

Miro al cielo y veo las torres de Parque Central. Una está iluminada y otra aún conserva los vestigios de un incendio pasado. Son casi las siete y esta oscuro. Pero no temo de este laberinto de semáforos y alcantarillas que siempre ha sido bondadoso conmigo. Camino con el morral adelante, y una precaución con forma de mano invisible me persigna los miedos. Ya estoy frente a la estación del metro Bellas Artes. Descendiendo por la escalera que me lleva al infierno de vagones. Esta vez no hay niños que me miren. Me reconforta saber que recorreré la misma ruta del río que cruza mi ciudad. Siento que con mi tránsito subterráneo contribuiré con esta necesaria limpieza de cañerías. En silencio alimento esa idea para no sentirme como la mierda. Ya dentro del tren veo mi reflejo fugándose en el cristal. Una noche también envejeceré. Me pregunto qué caudal tomará Zambrano, qué bandera libertaria lo arropará esta noche. Esta ficción de perros duele. Sobre todo duele para el hijo real de María, el que nacerá fuera de la película y envejecerá en esta cruz de alcancía vacía. Zambrano una vez fue niño, igual que Weber. Pero no basta que un recuerdo nos reconcilie. Hoy la lágrima de Zambrano y yo nos hemos vuelto hermanas, como Flike y Umberto lo son.



martes, 25 de febrero de 2020

A propósito de Laura (y III): ¿qué es un fanático?

@TheHeartBroke: Yo vi Inland Empire en el cine tres veces. Le agradezco a Lynch por darle tan buenos papeles a Laura. El único que sabe apreciar su talento. Bueno, uno de los pocos

@EElechiguerra: En cine durante la década pasada vi nada más Inland Empire y We Don't Live Here Anymore. En Venezuela tardan mucho en llegar ciertos títulos. De hecho IE tardó cuatro años en llegar, aunque verla en pantalla grande fue perturbadoramente inolvidable. La vi dos veces, una con algunos del grupo de cine y otra con una amiga del colegio. Ahí Laura es la mejor definición de camaleónica dentro de la misma película.

Sí, David Lynch no es el único que explora sus dotes actorales, pero sí quien mejor la ha aprovechado.

@TheHeartBroke: Blue Velvet, Wild at Heart, Inland Empire y recientemente Twin Peaks: The Return. Lynch es el "ultimate Laura Dern fan".

Inland Empire
Como ella misma dice “para él yo soy todas las mujeres” y pues sí, se nota en los papeles tan diferentes que le ha dado a lo largo de toda su carrera.

@EElechiguerra: Mientras pensaba en nuestra conversa (estoy en el trabajo), me vino a la mente un dato importante. JP fue la primera que película que me despertó. Antes de Jurassic Park, me quedaba dormido en las salas de cine. Veía películas en Betamax. Se podría deducir que Laura me despertó con sus actuaciones posteriores a esta humanidad que refieres y que el cine puede ponerle la lupa con tan gozosa precisión.

Cuéntame, qué significa el fanatismo para ti

@TheHeartBroke: Honestamente no entiendo nada de lo que el fanatismo es. Tal vez sea mi edad. Tengo 41. Esta cuenta la hice para promover el show Enlightened a ver si HBO lo revivía. Luego empecé a promover sus películas, datos de ella, su trabajo anterior. Pero siempre tratando de ser respetuoso aunque a veces se me pasa la mano y digo cosas que no debería.

Para mí lo más importante es su trabajo como actriz. Y luego todo su trabajo de caridad, por el planeta, gobierno, etc. Me gusta que todo lo que ha hecho en su carrera es por amor al arte y el medio del cine.

Y más que nada parece ser una buena persona. Creo que si su punto de vista fuera distinto al mío, no podría ser su "fan".

@EElechiguerra: Te lo pregunto porque es una palabra que me hace mucho ruido. Basta colocar "fanatismo" y "religioso" juntas para precisar esta incomodidad. Creo que aficionado es una palabra más amigable. Y no porque sea un problema retórico o superficial de cómo llamarnos. Sino que una afición proviene de un vínculo humano que te incentiva la constancia. Un fanático es alguien fervoroso que pierde los cabales: "se fanatiza".

@TheHeartBroke: Tiene mala connotación. Para mí "fanático" es alguien extra, que no sabe limitarse.

@EElechiguerra: Y yo siempre bromeo con que soy un mal fanático porque me falta ver una parte de la filmografía de las actrices y directores representativos en mi cinefilia. Y además porque cuando algo no me cuadra de tales artistas amados, lo admito. Hay actuaciones de Laura que no dejaron una huella en mi memoria, aunque recuerde que tuvo un rol ahí.

@TheHeartBroke: Yo he tenido la oportunidad de abordar a Laura pero no lo hago por respeto y a veces por que me da pena. Por eso no me creo fanático. La he visto varias veces. Estuve cuando le dieron su estrella en el paseo de la fama, en varios Q&As que ha tenido. Incluso fui a San Francisco cuando le dieron un homenaje en el festival de San Francisco.

@EElechiguerra: Y cómo te sientes esas veces que has estado cerca de ella

@TheHeartBroke: Es una persona que siempre te emociona lo que dice. La escuchas con atención porque es muy animada (animated). Y te lo transmite a ti. Ya más de cerca yo soy más callado y reservado. No quiero que tenga una mala impresión de mí.

Hizo un Q&A para Enlightened con todo el cast en un festival. Fui a San Francisco para eso también. Al final me acerqué y le dije que era un fan de mucho tiempo y me autografió mi DVD. Pero eso fue todo lo que le pude decir. Soy muy tímido en lo que tiene que ver con ella en persona.

Diane Ladd y Laura Dern en Enlightened
Ahorita Laura tiene su momento de “fanatismo”. A ver qué sucede en un año. Tal vez sea peor con los nuevos Jurassic fans.

@EElechiguerra: Exactamente. Sin duda su participación en la nueva JW le dará otro impulso.

@TheHeartBroke: Yo la conocí por Jurassic Park así que no culpo a cualquier persona que la descubra por películas de dinosaurios pero eso no la define.

@EElechiguerra: Exactamente. Creer que su carrera empezó o se quedó ahí es un error terrible. No es ni siquiera la misma Ellie la de la primera a la de la tercera película, aunque su importancia sí lo sea.

Cuando salió la primera temporada de Enlightened en DVD fui a comprarla a la tienda. Y el cajero me preguntó si era Kristen Wiig. Le dije que era Laura Dern y me miró confundido. Tuve que decirle que era la actriz de JP para que supiera quién es.

@EElechiguerra: No sé si es una locura, pero puedo ver a Ellie Sattler en Nora.

@TheHeartBroke: Es el feminismo de ambos personajes. Nora es Ellie que dejó las plantas y se convirtió en abogada.

@EElechiguerra: Jajaja exacto y pelea con abogados dinosaurios.

@TheHeartBroke: Jajaja no le digas así a Ray Liotta y Alan Alda. Están mayores pero no es para tanto.

@EElechiguerra: Anoche veía una entrevista que le hizo la organización del SAG a ella hace unos meses y decía que sigue audicionando.

¿Alguna anécdota de Enlightened?

@TheHeartBroke: Lo vi desde un principio por Laura. Supe que HBO le dio un show después de Recount. Incluso le mencioné a Diane Ladd cuando recibió su estrella que tenía muchas ganas de ver el show. Eso fue en el 2010 y se estrenó en el 2011. Ya tenía más de un año que lo habían terminado.

Algo chistoso de lo que no me di cuenta hasta después es que las oficinas donde trabaja Amy están a menos de 5 minutos de mi trabajo. Incluso yo había estado ahí varias veces pero nunca lo reconocí.

@EElechiguerra: Para terminar, ¿podrías describir algún gesto facial de ella que disfrutes?

@TheHeartBroke: Hay un gesto de ella que me fascina. Lo he visto en el final de Citizen Ruth y en el episodio 3 de Enlightened. Es una mirada como de un niño chico que se salió con la suya. Un devilish look. En la película de Alexander Payne se llevó el dinero al final y en el episodio 3 de Enlightened no la castigaron por ir al refugio. Siempre que la veo con esa mirada me da gusto y me hace feliz por su personaje aunque lo que haya hecho no necesariamente sea bueno. Laura me transmite mucho lo que sus personajes sienten. Por esto es mi actriz favorita.


[La conversación por Twitter terminó el 29 de enero de 2020.
Algunas partes fueron suprimidas para ser trabajadas en ocasiones posteriores]

lunes, 24 de febrero de 2020

Uncut Gems: Empatía por Adam Sandler


En principio me cuesta decir algo sobre esta película. Creo que esto es porque lo único que se me viene a la mente es la interpretación de Adam Sandler. En mi adolescencia habré visto gran parte de su filmografía y debo admitir que pasé buenos ratos viendo sus películas. Era algo de todos los días. Tiene películas que no quería dejar por mucho rato en la tele y otras por las que no creía haber pagado para ver. A veces, tocaba ver una película de Adam Sandler y nada más. Debo haber visto Click más de 20 veces. No soy particularmente fan del actor, pero creo que fui afectado por su filmografía. Suena preocupante, pero todos hemos sido afectados por sus películas. Nos guste o no, su humor inunda el catálogo televisivo, y en un estado de zapping puedes haber pasado al menos tres películas del actor/productor en treinta canales.  

El hecho es que no había visto nada de los hermanos Safdie, pero sí he visto películas de Adam Sandler. Es curioso que sea así, porque la crítica habla muy bien de la promesa que representan estos dos directores y pocas veces ha hablado tan bien del actor en cuestión. Es de lo más curioso que cuando este sujeto se pone en manos de un director de cine más autoral, sale lo más brillante de él. Tal es el caso de Punch Drunk Love de P.T. Anderson  y su actuación en The Meyerowitz Stories de Noah Baumbach Es irónico que el título lleve nombre de piedra brillosa y su personaje se acerque más a palidecer constantemente durante todo el largometraje por las constantes desgracias a las que se somete.

Aun no comprendo cómo, pero la interpretación de Sandler en Uncut Gems es una de las formas de arte más únicas que he visto en muchísimo tiempo. Su trabajo es exhaustivo y a la vez parece no haberle tomado mucho esfuerzo. Él encarna a Howard Ratner, con esa voz de urraca y sus gestos infantiles, siempre titubeando nerviosamente. El actor consiguió el disfraz que mejor le calza.

El ritmo taquicárdico de Uncut Gems es estimulado por la constante toma de decisiones y manierismos del personaje. Lo que no advertimos al final es que somos cómplices y aliados absolutos del  grotesco personaje que Sandler ha creado junto a los hermanos Safdie.

Creo que es ahí donde reside la gracia del largometraje. En esos minutos luego de que ha finalizado y aún sientes tu pulso detenido y la adrenalina amarga que queda en tu boca. Estamos en el corazón agitado del individuo. Esto no significa que sea fácil simpatizar con él ya que el personaje es un completo miserable, pero misteriosamente llegamos a preocuparnos por él, por alguien a quien no le tendríamos simpatía en la vida real. Por una parte, porque lo vemos en su faceta más íntima y humana, y en otra, porque... bueno... es Adam Sandler. Quiero decir, el actor en sí causa una simpatía, quizás porque llevamos años viéndolo y esto es una cuestión generacional (quizás por eso ha tenido su mejor público de adultos de entre 20-30 años). Hemos crecido con el actor, es un gran amigo que siempre está ahí en pantalla.

En fin, sentimos empatía por Adam Sandler. Es como un familiar indeseable e incómodo, pero familiar al final. Es esa familiaridad con el actor y no con el personaje, lo que generan un efecto empático instantáneo en el espectador, cosa que hace de su elección como protagonista, algo brillante. Sin él, no creo que se conseguiría tal lazo entre espectador y película. Tales son los diferentes matices que se le puede dar a un hombre víctima de su propia ambición desmedida y caótica, como para que encontremos en él éste vínculo extraño, donde saltamos del rechazo a la compasión e insisto, este estudio de personaje no se podría conseguir con la ausencia de Sandler.