Hay detalles muy cotidianos en Primero Enero que emergen con una sencillez cautivadora. Los gestos bajo el agua, la conversación con los árboles, la pesca, el juego de cartas, plantar un árbol. Es ésta la sensación de calma que permanece mucho después de terminada la película. Pero no es una calma que evade la inquietud, sino que la acoge como esta imagen de ellos en la cima como siluetas de un cielo con pinceladas de nubes; calma que acoge la inquietud como esa canción al árbol que trasplantan padre e hijo y que seguimos escuchando mientras vemos cómo el padre tala uno de estos "señores aburridos".
Entre varias concesiones que hace el padre, Primero Enero no se plantea situaciones definitivas sino esbozos de una despedida, como si con pinceladas nos sugiriera el final de una época. Es probable que sea por esto que la película resuena por su brevedad y, a la vez, por su parsimonia. Hay una cadencia en esta lista de gestos rituales que nos habla de una tradición familiar a la que huimos por complicidad con el hijo. Primero viene, primero tiene que venir, la despedida de tales gestos.