lunes, 20 de abril de 2020

Ángel exterminador, ruega por nosotros


Salmo de cuarentena, respondemos todos

- Al levantar la tapa he visto un gran precipicio y al fondo las aguas claras de un torrente.
- Sí y antes de sentarme un águila cruzó unos metros delante de mí.
- Y a mi el viento me lanzó un gran remolino de hojas secas sobre la cara.
- Tengo frío.

El Ángel Exterminador (1962) Luis Buñuel


Un retrato del arcángel Miguel y la biblia de mi abuela me disparan una oración desde mis recuerdos, mientras cumplo mis días de marmota en una ciudad que se ha vuelto mi cuarto y que he podido recorrer con la mirada cautiva desde un balcón prestado. Estas calles responden a mi suspiro ocular como si me hubieran parido y entonces me parece ver a mi abuela calle abajo, anónima transeúnte de un país al que le he confiado su nombre. Contengo las ganas de pedirle la bendición. Los días se repiten o soy yo la que se duplica en estas visiones, ya no sé.
Así también los personajes de Buñuel van tejiendo frases cuyas puntas vuelven a tocarse, repitiéndose a sí mismos, como si el reloj de la Providencia estuviese fallando, y sus tuercas tuvieran que reiniciar sus ciclos para hacer de cada acto viejo y conocido una reafirmación del anterior, resucitando el gesto muerto.
Parece que el ángel exterminador no aguantaba las ganas de salir. Quería andar en bici o estirar sus alas de pájaro y dragón. No lo pensó más, ¿por qué iba a pensar en los otros? ¿Quién de nosotros sacrifica su libertad y sus deseos por los del mundo? El ángel abrió la puerta de la nube, de su casa de pandora. Cuando torció la manilla escuchó la carcajada de Buñuel.
Desde que empezaron estos días trato de hallar ese ángel en este cielo gris. Cada portal de esta casa, que no es la de mis recuerdos, se duplica al infinito sin convertirse en barrotes. Mis cientos de puertas me llevan al mismo lugar que me presenta una versión desconocida de mí en supuesto cautiverio.
En ese recuerdo veo arrinconado un piano que nunca aprendí a tocar y que aún duerme en la distante casa de mi abuela, y entonces me viene a la mente la estampa de aquella burguesía alrededor de ese otro piano de un México de 1962, atrapada dentro de una mansión a causa de algún misterioso maleficio que los priva de la libertad. ¿Será que nos hemos metido en la película?
“No está Lucas”, dice extrañado el personaje al no encontrar quien reciba los abrigos de sus invitados. Toda la servidumbre está desesperada por irse. Los sacude una pulsión opuesta a la celebración. Algunos se escapan de a poco, sin motivo aparente. Han huido “como las ratas de un barco ante el naufragio”, dirá después uno de los personajes de frac. Tal vez los visitó una premonición. Quizás un llamado animal o un llamado de clase. Nosotros no hemos sabido escucharlo. Así como somos sordos ante los tiros de las fronteras y la sangre de sus muros.
“La patria es un conjunto de ríos que van a dar al mar, que es el morir”, afirman dos personajes del film durante el banquete. Y entonces veo las noticias de tal o cual canal, confirmando que de nada sirve parcelar la vida, si la muerte está a flor de piel. Nada nos puede proteger de la furia de un ángel que va descalzo cagado de risa, cosechando las discordias que nosotros mismos sembramos. Un ángel invisible que encontró la llave de nuestra casa y se la tragó.
Desde el día que salió ꟷo más bien la nocheꟷ su furia santificadora nos encerró. Y nos dijo: ya no están en la cumbre de esta pirámide. Y la vida es una mirada que nos cruza y nos parte y que no solo está en sus corazones. Vibra con la pulpa de los árboles, aunque ya estén muertos en sus libros. Vibra en la punta del árbol y en el reventar de las olas. También vibra en el silencio. Usted que tantos libros ha leído, dígame cuántos idiomas pueden nombrar la muerte, leerla y vivirla. Hay canciones que no tienen partitura.
Los burgueses y los no tanto, los que querían perecer y ahora quieren vivir, los que se tiñen el cabello y ya tienen raíces de tubérculo, los que votan por aquel otro, los que roban la electricidad para no vivir en una caverna cada noche, los que quieren salvar la economía, los que quieren vivos a sus abuelos, los que lloran por la naturaleza, los que sufren la pandemia del hambre desde hace siglos; todos se repiten unos a otros que es hasta ahora que han vivido el encierro. Debe ser que antes éramos libres, como libres creían ser los personajes del film antes de permanecer confinados en la sala confortable que sería su calabozo.
 Después de semanas encarnando el desencuentro hemos tenido que vaciar nuestros ombligos y convertirnos en nuestra propia nube, y un poco nuestro propio calvario. Buñuel ya lo representó. Un retorno al medioevo con el hashtag de QuédateEnCasa, solo por si no aprendimos las lecciones de Historia. Bien lo reclamaban nuestros profesores: había que poner atención a las pandemias, pero desde el fondo del aula qué iba a saber yo que aquellas fechas tendrían utilidad. Mis dedos ahora tendrán que temerles a las pulgas, a las mordidas de ratas, a los vuelos de murciélagos y a las miradas de algunos hombres. Llegó esta peste blanca porque siempre han sido blancos quienes han esculpido genocidiosꟷ, salió con sus alas de ángel y sobrevoló todas nuestras certezas evolutivas. Se burló de nuestros ahorros, del progreso y la meritocracia. ¿Quién tiene más mérito de vivir? Quítese el tapaboca el que sepa la respuesta.
Creo que vino a buscar la dignidad humana, y nos vino a sugerir el suicidio como sublimación, el mismo que ejecutan los únicos iluminados del film; esos amantes que detrás de una puerta confían a un arcángel su última muerte y su primer orgasmo, valga la redundancia. Este ángel vino a rompernos los huesos para que no saliéramos ilesos. Nos puso el espejo frente al vómito. Y acá le seguimos echando caca al vecino y tocando cacerolas contra la hinchada opositora. Pero Buñuel empieza a gritar desde la tumba: “los corderos, los corderos”, dice. “La sonata, la sonata”, repite. Se cortaría un ojo si con ello pudiera hacernos recordar al piano, el que aparece en medio del film tirado como un lastre, y que luego cobra protagonismo al final, después de tanta muerte y sacrificio.
La valquiria, un enigmático personaje de la trama, llega a una revelación. Va pidiendo a todos retomar las posiciones que, durante aquella primera noche de encierro, mantenían. Se acerca a la pianista y le recuerda: “usted estaba tocando el piano”. Una epifanía los atraviesa, después de todo para qué les ha servido la razón. Y hacen sonar la música y resucitan la representación absurda. Todos vuelven a repetir sus estampas de gloria, pero ahora con los cuerpos rancios y decadentes que ahora habitan. La música suena, la tragedia se olvida y comienza el juego de la repetición. Una versión más humana que la secuencia original. Todas las víctimas del maleficio volcadas al milagro de la creación. Los arrebata el ritual hipnótico del misterio. La comunión de las almas desde el arte rompe el encantamiento. Pueden salir, dejando sus egos. Se liberan. Pero acá, afuera de los 35 milímetros, ¿quién podrá tocar la música libertaria? ¿Qué mano está libre de mierda? ¿O tendremos que salir a los balcones ꟷlos del almaꟷ y entonar un mismo himno, juntes? Volvernos sirenas para hacer dormir a este ángel, nuestro. Durmiéndose él, puede que nosotros despertemos. O quizás ambos debamos dormir para vivir el mismo sueño redentor. ¡Qué se yo!
Si la música no es lo nuestro, por lo menos empecemos con una oración desde cada balcón ꟷbenditos propietarios y herederosꟷ.
Ángel exterminador: extermina la abulia, extermina la indiferencia, extermina la represión, extermina a los colonos y al colonialismo, extermina al patriarcado, extermina al racismo, extermina la guerra, extermina la injusticia, extermina la mediocridad, extermina los amores con fronteras, extermina a los estafadores de infancias. ¡Deja sonreír a los abuelos! No nos quites el llanto ni la risa solidaria, tampoco el abrazo, ni la noche y su fuego. Limpia la podredumbre, sobre todo la del oro, el petróleo y la sevicia. Lava nuestras miradas con música y líbranos del odio. Ángel exterminador, ruega por nosotros.
Y en medio de esta oración, quien esté libre de sueños y quiera adjudicar la culpa a este ser redentor e imaginario, que lance la primera piedra. 
Amén.


Para verla, descarga la app PopCornTime, está ahí registrada como The angel exterminating.
También está en youtube en calidad precaria
https://www.youtube.com/watch?v=GnFW1BlxOR4

jueves, 2 de abril de 2020

Tres películas de la 6ta muestra de cine español Espanoramas 2020

La claridad emocional de La hija de un ladrón de Belén Funes viene dada por el detenimiento en los aprendizajes de su protagonista a pesar de cierta violencia contenida. Ellos la harán a ella más humana y solitaria, y desde el comienzo están sugeridos en el diseño de sonido de la obra.

Sara (Greta Fernández) tiene una condición auditiva. Esta no se precisa pero sí es evidente en el nivel visual y en los sonidos reiterativos que la rodean como el llanto de bebés aparte de los de su hijo.

Por otro lado, no es aleatoria la normalidad con la que se define a ella misma y también a su hermano. Estos son personajes que se aferran a ser comunes a pesar de sus discapacidades fisiológicas y sus incapacidades para interactuar con el entorno familiar.

El final nos batuquea porque junto con la protagonista caemos en cuenta de que el alcance de sus luchas por su bebé y su hermano menor se desplazan a su novio y su padre respectivamente. Y su mayor triunfo será una novedad que está grabada para que parezca irrelevante: un contrato fijo en una cocina donde hay una buena relación con los compañeros y superiores.


Una inquietud que puede hilar La hija de un ladrón con Buñuel en el laberinto de las tortugas es la soledad. Y no solo porque la primera cierra con el reconocimiento “me voy a quedar sola, ¿verdad?” y en la segunda la Muerte le dice a Buñuel “estás solo”. Se trata de cómo viven estos personajes para tensar las relaciones de su entorno. 

El personaje de Buñuel reconoce finalmente, en la película animada de Salvador Simó Busom, que sus maneras estaban siendo caprichosas con su amigo solo por el compromiso a su propio arte. Como si se nos dijera que no se debería hacer arte desde la ineptitud, los realizadores hallan una manera de reconciliar a los dos amigos. Que aquí se esconda una postura moral al menos queda matizado con el plano de la reconciliación, unas líneas montañosas atraviesan los perfiles de ambos.


A propósito de Buñuel, su cita inicial y lo simétrico en 7 razones para huir, de Soler, Quinto y Torras, es una referencia simbólica y constante durante la obra en el nivel discursivo. Esto es más visible en la primera razón-historia puesto que ya el primer plano nos plantea la asimetría en un detalle: una estatuilla de una familia de tres miembros tiene al hijo descabezado, aunque el resto de la imagen es fija y proporcionada. Este minúsculo desperfecto nos presenta siete historias sacadas del quicio de la indiferencia o la sensibilidad.

La primera y la última son las más fuertes. Retratan las contradicciones nucleares de la sociedad: la familia, el matrimonio y la iglesia.

En esa, la sátira se exacerba a partir de dos padres despedazando a su hijo con sinceridades despiadadas. La cámara y los escasos cortes incentivan la fluidez del humor ante una situación improbable que dinamita juicios sobre el aborto, abusos sexuales y disconformidades familiares.

Y en esta, es destituido cualquier engaño social en pleno casamiento. La novia cuestiona el “hasta que la muerte nos separe”. Y su firmeza expresiva y analítica va desde cuestionar la posición sexual del perrito con nalgadas incluidas a oídos de todos hasta callar al cura por su descaro de sentirse ofendido. Quien crea que estas son historias basadas en la indiferencia, tendrá en ciertos personajes un punto de partida para cuestionar ello.

Películas como esta dan cuenta de ciertos tipos de humor que Fran Gayo, el curador de las muestras, ha escogido ya en otras ediciones como en 2018 con Muchos hijos, un mono y un castillo; y en 2019 con La Llamada y Tiempo después.