Dr. Strangelove o Cómo Aprendí a Dejar de Preocuparme y Amar la Bomba presenta la misión de una orden que hay que acatar: lanzar una bomba en Rusia. El ritmo de la película es la ejecución de esta orden, atentos a cada paso a seguir, directa hacia al objetivo.
Dr. Strangelove nos seduce con su gracia. Estamos ante una misión de guerra, pero las carcajadas que nos producen sus alusiones nos distraen, nos meten en sus peleas, en la intimidad de una oficina, en la cordura dentro del salón de guerra y en la eficiencia un tanto accidentada de un avión de bombardeo. Nos distraen hasta que nos lanzan al clímax, ya no de los fluidos corporales que tanto alborotan la risa y la angustia, sino de la bomba de guerra.
En la película, las palabras nos distraen, mientras las imágenes nos dirigen al objetivo de guerra. Los nombres, los diálogos, los malentedidos; el humor nos hace buscar la sátira, el comentario agudo, llega la reflexión de inmediato, pero ya nos hemos fascinado con los malabares de Peter Sellers entre los sustos de Lionel Mandrake, la anhelada cordura del presidente Merkin Muffley y los planes del doctor Strangelove. Son malabares, entre sutilezas de la mirada y arranques de la postura, porque cada personaje tiene una apariencia y una energía distintas, pero Peter le encuentra la gracia a cada uno. Así, ya nos han preparado. Recibimos la bomba con la risa del que la está montando (¿como el vaquero que parece o como el macho que es?) y si la voz de Vera Lynn cantando "We'll Meet Again" nos hace sentir cierto sabor amargo, ya es tarde, demasiado tarde: la despedida se ha hecho y el hongo del estallido se expande. Nos han jodido mientras todavía nos reíamos del chiste: los errores nunca llegan tarde, al contrario de las soluciones.
Si Dr. Strangelove fuese una sátira, sería una sátira del hombre: desatarnos la risa, dividirnos por dentro con la ironía mientras nos seduce con su tono lascivo. Pero es una bomba programada directamente hacia nuestra inteligencia.
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