Ana dice que espera la casualidad de su vida. La más grande. Otto dice que su vida ha dado la vuelta apenas una vez, y no del todo. El sol se desplaza por el horizonte. Ambos buscan y esperan.
Pero las casualidades -las mejores y las peores, sobre todo- vienen cuando quieren. Podemos presentirlas, adivinarlas acercándose, pero ellas tienen su camino y su cadencia.
Otto y Ana son nombres capicúa: del catalán cap i cúa, cabeza y cola. Nombres que evocan los ciclos y las revoluciones. Nombres circulares que, según el padre de Ana, llenan de suerte la vida de su portador. Y si las casualidades son hijas de la suerte, entonces, sí, esa madre misteriosa maniobró -semicubierta, semidesnuda-, la vida de ella: casi siempre para unirla a Otto -hacerla su hermana, su amante, su madre- o, mejor dicho, para mantenerla cerca de él, a la distancia de un beso, con el corazón rojísimo, pero siempre a una distancia. Susurrando a lo lejos o en su oído ¡Valiente! ¡Valiente!; atravesando la nieve para rescatarlo; buscando, desesperada, su cuerpo desnudo en el armario vacío; esperando el tiempo que hiciera falta. Bailando los dos con las casualidades y siguiendo aquella en particular, que los esperaba en el Círculo polar. Allí donde en las noches de verano no se pone el sol. Allí donde un alce levantaría su cabeza coronada de ramas, y mirando fijo lanzaría un gemido decisivo. Allí donde un conductor pudo no haberse quedado sin gasolina.
Cuál sería esa pregunta que escribió Otto en los aviones de papel, la pregunta de toda la vida. Acaso será esa que aguijonea al final, reflejada en los ojos de Ana que respira –aún- acostada en el asfalto.
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Entre encantos y discordancias, la película me dejó circular, como estos amantes. Quedé encantado por los nombres, las palabras, los lugares, los detalles, los colores. Quedé inquieto, a veces ansioso, porque la película quería imponerle más causalidades a los amantes hasta encontrar un destino fatal como ese autobús incoherente y rojo atravesándose a cada rato. Con ese final, me dejó como Otto, sin Ana, sin destino: sin encanto.
ResponderEliminar"Ese autobús incoherente y rojo atravesándose a cada rato" jajaja, es cierto. Y es cierto también que no todo puede ser tan circular, buscar atar todos los cabos puede ser más desastroso que dejarlos sueltos. Sin embargo, el final, no diré que me gusta, pero es el final a una historia de amor que desde el principio se alimentó de ese no poder realizarse del todo. El Cículo polar fue el lugar donde depositaron la utopía de ese amor (a fin de cuentas qué amor no es utópico: fundirse con el otro, poseerlo y dejarlo libre, imaginar coincidir en cada pensamiento...). Y, claro está, una vez que llegaran allí, no podía acabarse la belleza de lo inalcanzable, la magia de lo trágico, de lo signado por un destino. No se puede negar que ese final nos deja deseando, ya como algo personal, que ellos se unan -pero que no terminen de hacerlo porque así, a la vez, están más cerca-, como si hubiese una circunferencia a la cual le falta una porción, un pequeñito trayecto, insalvable, para que la serpiente por fin se muerda la cola.
ResponderEliminarEn otras palabras, todo sea para disfrutar tener la llaga y meterle el dedo.
ResponderEliminarJajajajaja bueno. Quiero verla de nuevo. (Posible spoiler) Con la escena de los periódicos sueltos por el aire, la película me sacó. Es como una insistencia casi perversa de no concretar las casualidades de Ana y Otto cuando al mismo tiempo se empeña en hacernos ver que uno es capicúa del otro. Pero, en el fondo, no sé si sea una queja en contra de la película o que yo soy cursi y quería otro final.
ResponderEliminarHoy encontré un corazón rojo de dije en la calle, casualidad no tan grande como la que Otto le regala a Ana, pero igual de curiosa.
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