domingo, 31 de octubre de 2010

El calamar y la ballena, un cuento de la infancia

Me atemorizaban el calamar y la ballena. Tan grandes y yo tan pequeño, solos en el museo. Pero luego me daban risa: en la noche, con la voz de mi mamá, se convertían en personajes dentro del cuento que ella me narrabaEl cuento me vestía de pequeño héroe, si acaso por sobrevivir a tal episodio. El museo se convertía en un escenario vívido como el mar oprime el corazón de cualquier navegante cuando huye de una fiera enorme de la que apenas ve su sombra bajo el agua. Sólo en el cuento se contenía mi arrebato. ¿No era este sencillo gesto de narrar un resguardo a quien soy?


Con cuánta sencillez The Squid and the Whale nos narra los conflictos de una familia. Muestra un poco de las mañas de cada uno; apenas un poco para que podamos imaginar, o al menos suponer, de dónde vienen las diferencias entre ellos. Pero tampoco hace que estas mañas justifiquen sus decisiones. Los vemos en su intimidad, en su inseguridad, en sus inquietudes, en sus "errores". Hay una cercanía con los cuatro, a pesar de algunas acciones bizarras de parte de los cuatro, precisamente por estos asomos de cómo actúan.

Es tentador caer en la trampa de decir "es una familia disfuncional", como si uno estuviera atrofiado y no cumpliera sus "funciones" para hacer que el grupo "encaje", en fin, decir que son un grupo de "desadaptados". Pero el quirk, la rareza, lo peculiar de ellos, funciona (siempre la obtusa utilidad de las cosas) por la sinceridad de las actuaciones y porque la película se resiste a clasificar y justificar que sean unos personajes marginales. Hay tanta franqueza en el desparpajo de Joan cuando se burla de una posible reconciliación (burla que siquiera convierte la posibilidad en una ridiculez) así como hay tristeza en su mirada cuando la visita Bernard para dejar el gato: ahora cada gesto de la rutina que parecía futil genera incomodidad. Hay tal descuido en Bernard para influenciar a sus hijos en sus decisiones así como hay un asomo a la búsqueda de compañía en el mundo de solitarios de los escritores. Hay tanto de las pretensiones de Bernard en Walt como hay gestos de reconocimiento con su "noviecita" y con su mamá. Hay tanto el descuido y la agresividad de Bernard y de Joan en Frank así como hay ternura y fragilidad en su mirada. Los gestos de los cuatro permanecen después de que termina la película de una manera similar a como, en dos ocasiones, en la escena se escuchan los diálogos de la escena siguiente mientras los personajes permanecen en silencio, como si las palabras que luego dirán le brindaran otro matiz al rostro que vemos ahora. Los hijos son más que los equívocos de sus padres, aunque busquen modelos o diferencias en estos.

La película se sostiene por estas intimidades que parecen breves, pero que permean por los meandros de los malentedidos, las discusiones, los puntos de vista que se cierran en sí mismos cuando son punto final o punto de partida de lo que ve el otro, los secretos que no pueden ser conservados sino como chismes, en fin, la familia. Al mostrarnos momentos de esta familia, sin pretender una coherencia o un retrato más extenso, la historia depende de sus gestos más efímeros. La película tiene la agudeza y la frescura de un cuento para niños y al final, este es el germen de la trama. Hay un gesto, no de reconciliación, sino de un recuerdo que nos brinda algo de ingenuidad ante tanta predisposición entre padres e hijos: recordar con encanto el asombro de un niño. El recuerdo se siente genuino como este final de golpe, a la expectativa de lo que viene, atento a lo que pueda encontrarse en el entorno como solución, similar a la incertidumbre en la que nos mantiene una crisis, ciegos de que ella no depende de una solución (que, por cierto, no existe), sino de nuestras maneras de vernos y de ver a los demás.

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