Hay cierta desprolijidad técnica haciendo mella en Los fuegos internos, estrenada este jueves en el Gaumont. Algo de efectismo en los sonidos y la imagen nos distrae al comienzo. Pero no descartemos esta propuesta de dirección comunal por ello. Rescatar el alcance de las externaciones de los psiquiátricos, sin enfocarse en el fácil y necesario cuestionamiento de la internación, es la fortaleza de la obra. Vemos a seres pacientes frente a su condición, no en el sentido de la condescendencia, sino aceptando sus procesos psíquicos y químicos para reinsertarse en la sociedad.
Thomas Szasz, un fuerte crítico de la psiquiatría tradicional, define esta ciencia, en El mito de la enfermedad mental, como un estudio de las relaciones a partir de juegos en tanto que sistema de reglas. Pero lo lúdico no pasa por lo azaroso aquí, sino por la gracia de aceptar los roles que nos sugiere la sociedad sin abandonar nuestro yo. Evidencia de esto es la escena en el taller de carpintería. La mirada del paciente es de inquietud, de "por qué me miras", pero su discurso se explaya en las posibilidades que le ha brindado el taller comunal.
Por momentos, la cámara entonces es aquel dispositivo incómodo para evidenciar lo extraño que es el ser humano. Extraño por y para el otro, pero también firme, asentado en sí mismo. El ritmo de la obra juega alternando lecturas de poesía y representaciones teatrales. El arte como posible terapia asoma una perspectiva integral de estos seres, si bien en general la obra flaquea con tantas idas y venidas. Y el discurso de una especialista aclara confusiones: el arte puede ser terapéutico para algunos, mas no para todas las personas.
Lo que hace tambalear la película es la ilusión contradictoria de libertad que propone. Estamos ante tres hombres que han podido encarar sus crisis para entrar y salir reiteradas veces del neuropsiquiátrico Alejandro Korn. Y Miguel, quien es el mejor ejemplo de ello por su estabilidad y elocuencia, aparece, no sólo casándose con Silvia, sino en las escenas más calculadas de la obra. Hay algo estudiado y poco orgánico que distrae en esas tomas de ellos juntos. El verdadero problema es que el protagonista va de una prisión a otra, si nos detenemos en la manera inorgánica como se plantea el matrimonio aquí. Aún si la obra nos sugiere que la libertad consiste en escoger nuestras prisiones y no que nos las impongan, esta perspectiva tiene poco sustento dentro de los setenta minutos.
Finalmente, lo que nos ancla de la película no es el cierre sobre las promesas de la Ley de Salud Mental de clausurar los psiquiátricos para 2020. Es la alianza entre pacientes, la preocupación de y entre sí, la que nos recuerda que la dirección comunal de la obra tiene su base en una complicidad de pares sin desechar los alcances de la psiquiatría, a veces tan merecidamente vapuleada.
Fotograma de Los fuegos internos |
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