Estamos en un escenario teatral. No somos público de butacas, o muy pocas veces nos lo permite la película, sino la mirada que persigue, cuestiona y acaricia a los actores en escena.
Acaban de ensayar. Esta actitud de fervor que todavía queda del ensayo, de lo que no vimos en escena pero sí sentimos en su energía, le brinda soltura a la dinámica entre el director y sus actrices. Este no es el montaje, apenas y a ratos asomos de ensayo, sino las permanencias de la obra en el cuerpo. Esta es la preparación del cuerpo - tanto el del director como el de los actores -, relajar y templar el rostro para provocar la vibración de los gestos, ese silencio que ellos emanan más allá del querer decir de las intenciones, agudizarlos hasta hacerlos el acorde de un instrumento; cada gesto la palpitación del órgano entero. En esta preparación, los actores no sólo ensayan sus personajes: son ensayados ellos mismos como personajes. Y este doblez, el de ensayarse a sí mismo en las tablas, exhibirse a sí mismo antes de exhibirse ante el público, es el que provoca una desnudez entre sus diálogos. Que a veces hace que el melodrama se desborde, sí, pero que con agudeza, la película retoma la reflexión sobre el acto de actuar como límite intrínseco al acto de ser como en esa imagen donde, mientras uno de los actores habla, al fondo, un gran espejo refleja a su interlocutor, pero borroso, desenfocado.
Es esta imagen, del rostro que cuando habla, se desdice en el otro haciéndose borrón de sí mismo, la que me deja pensando en este ensayo entre personajes y actores, unos y otros fantasmas de lo que quedó, ya ni siquiera en las tablas, sino en ese momento de ensayar, exponerse.
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