domingo, 22 de agosto de 2010

Toy Story 3, las aventuras perdidas de nuestra infancia


Hay una tremenda aventura, aventura de un villano cara de papa y el vaquero héroe junto a su heroína, un tren sin control lleno de trolls indefensos, un ataque sorpresa del doctor Tocino desde su nave porcina; aventura secreta entre los juguetes y nuestra imaginación, el juego desplegado en fantasías -las del azar de la lógica correteando el absurdo- y en los juguetes, fantasías materializadas en tamaños y texturas diversas para desatar nuestras historias más recónditas.

Toy Story 3 es nuestro juego de niños: el azar del juego permea lo más inverosímil para volverlo absurdo, pero sabrosamente posible dentro de la trama (como los marcianitos finalmente controlando la garra). Absurdo es, incluso, que desde Toy Story y, hasta ahora en esta tercera película, he tenido la impresión de que los personajes juguetes parecen más naturales que los personajes humanos. Sea o no una humanización de los juguetes, estos rasgos los hacen más entrañables, como si parte de nuestra niñez quedara en ellos, en las aventuras que fantaseamos mientras corríamos por el territorio de juego olvidando que era la sala de la casa o nuestra cama.

Toy Story 3 es, a un mismo tiempo, aventura, alegría, nostalgia y abandono. Desde el principio, entre persecusiones, carcajadas y recuerdos filmados, queda la impresión de que la aventura con juguetes es una aventura de la imaginación. Es este el vínculo entrañable de la nostalgia: la historia que juega cada niño con sus juguetes es tan íntima como cualquier otra fantasía que emergerá a lo largo de nuestras vidas. Los juguetes son el gérmen de la aventura, los primeros objetos que atesoraremos, el azar de lo que no existe cristalizado en un objeto hecho para recrear, entretenernos creando. Como Andy, cada niño es un pequeño creador que representa sus vidas más íntimas con los juguetes.

Poco a poco, la película amarra el nudo en la garganta desde el comienzo: el juguete, como toda fantasía, es un escape frágil de la realidad. Todo es desechable excepto lo que recupera la imaginación. Y este es el intercambio del final, pacto entre quien fue niño y quien sigue siéndolo, pacto de la aventura, pacto entre espectador y personajes. Así, las lágrimas ante el final de Toy Story 3 descubren la película como recuperación de mis fantasías, una recuperación frágil de la infancia, no para seguir siendo niños, sino para evocar lo perdido. Al final, la despedida también se revela como un homenaje al cine y al juego de la infancia.

2 comentarios:

  1. En 1995 cuando se estrenó Toy Story tenía 9 años, todavía jubaba. Esa primera aventura del vaquero y el reluciente Buzz me parecía la confirmación de una hipótesis infantil: "los juguetes tienen una vida secreta cuando no los vemos", en ese momento fue una película más, divertimento, risas de un momento. Pero, pasados los años, se empiezan a internalizar sentimientos como la nostalgía, surge la evocación de "esos primeros tesoros" se buscan los juguetes que todavía quedan, recordamos los que se rompieron, los favoritos y auqellos que regalamos.

    El sentimiento de "evocar lo perdido" lo tuve desde el comienzo de esta última entrega de la película, recuerdos felices de la infancia iban y venían, reviví la creatividad prolífica de aquella época, la imaginación que no conocía los límites de la verosimilitud. Las lágrimas de tristeza y alegría por saber que aquellos tiempos no volverán, pero que sin duda fueron bien vívidos.

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  2. Precisamente hoy busqué en una bolsa los juguetes de aquella época que todavía tengo; casi todos dinosaurios. Como un idiota, encantado y embelesado, sostuve cada juguete y los ordené mientras intentaba recordar algunas de las aventuras jugadas.

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