sábado, 19 de octubre de 2019

La Deuda (2019) de Gustavo Fontán

Uno sale de La Deuda deseando verla nuevamente. Pero no creamos que esta es una sensación de consumo obsesivo. Sus sutilezas invitan, por un lado, a un contraste con los pasajes más "actorales" y, por otro, a dejarse aletargar por una rutina nocturna e insondable. Sin duda una mirada más aguda podrá captar con rapidez las búsquedas de Gustavo Fontán en una sola sentada. Pero un segundo visionado permite dilatar la estadía en una ciudad que está como ausente, más que al margen. Personajes como el de Pablo (Edgardo Castro) están a oscuras, un tanto devorados por la noche. Si creemos que esta es solo una idea poética, tengamos presente la primera imagen en la que él aparece: un plano americano en la entrada del edificio donde vie la Laura. Lo que enmarca al personaje de Castro es una oscuridad que, sospechamos, encubre un muro. Y sólo con atención se puede precisar qué objeto arquitectónico acompaña cada personaje en la vida de Mónica (Belén Blanco) y cuál es su estado específico.

La recurrencia tan palpable de planos con paredes, muros, ventanas y espejos da cuenta de la cerrazón de la protagonista frente a su vida. Incluso los objetos refractarios tardan en espejear a los personajes en escena. Más del 80% de las imágenes en La Deuda contienen superficies que no sólo encierran a la protagonista, también le brindan una posibilidad de salida. Ya en la escena inicial, que es uno de los pocos planos generales de la obra; ella está fumando en la entrada de una fachada donde la única apertura proviene de la puerta del estacionamiento que se abre varios segundos después. Luego sabremos que ella trabaja en ese edificio y la salida posible a su deuda (económica y emocional) vendrá en un carro, pero muchas escenas faltan para llegar a esto.

La tirantez en las interacciones entre los actores y las escenas de recorridos por la ciudad, está buscando amalgamar la gestualidad junto con la desolación de los lugares visitados. Los pocos movimientos de cámara vienen dados por el carro en el que viajan Pablo y Mónica, y la visita al bingo. Por su lado, el collar faltante en el cuello de la hermana, la necesidad de calor en el apartamento de Pablo o el sueño confundido con un recuerdo de la mujer: estas interacciones dilatan y acentúan el encuentro con una noche de fantasmas bastante asibles.

Al final, la cámara está estudiando el movimiento cotidiano de la luz y de los cuerpos adormilados, de una forma similar a como estudia la gestualidad sosegada de, por ejemplo, Leonor Manso. Intuimos los vínculos entre algunos personajes, otros los conocemos porque los mencionan en escena. Pero esto no importa. Lo que incomoda es el contraste. Y la incomodidad parecería buscada.

La escena final, donde también hay un muro pero al fondo de tantos pasajeros anónimos, pone en perspectiva la deuda de Mónica. Cuando el título de la película aparece sobre tantas siluetas caminantes, se hacen evidentes las deudas desconocidas de estos cientos de pasajeros entre los que la protagonista se pierde. Ojalá se tratara de deber un monto de dinero y no de arrastrar con compromisos familiares, laborales o emocionales. Con todo y esto, incluso la compra de una blusa azul nos muestra que hasta el vestuario en la película nos está dando pistas de los atajos que toman estos personajes para llevar el día a día.




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