Buenos Aires
Mayo de 2019
En el marco de una celebración más del mayo francés, trato de recordar un poco cómo se dio mi conexión con este país, el por qué decidí cursar todo el nivel básico de este idioma hace ya varios años, y el por qué siempre hay algo que me hace volver sobre esta cultura. Una de las respuestas es: el cine; y con él vienen enlazados algunos aspectos interesantes para recordar.
Mi acercamiento con el cine francés se ha venido dando desde aquellos festivales que organizaba la Alianza Francesa en Caracas, Venezuela. Ahí muy temprano descubrí lo ambiguo de este tipo de cine europeo, que al igual que una sirena, te encanta y te desencanta al momento: todo esto tomando al verbo “encantar” desde su significado más primitivo, etimológicamente hablando.
Es así como, entre ese navegar incierto por el universo acuático de los seres fantásticos del cine francés, que en Buenos Aires coincidí de manera casual con una de las mejores películas francesas que he visto: El gran baño (Le grand bain: 2018. Gilles Lellouche) un film sencillo, elocuente, pero muy humano; con el que los mayores de treinta años no podemos dejar de conectar.
Y conectamos porque la película abarca una construcción perfecta de unos personajes imperfectos sumidos en el mundo de la adultez, y algunos otros de la vejez, atados a una serie de circunstancias muy cotidianas, pero complicadas, que van desde condiciones psiquiátricas como la depresión, problemas de ira, y por supuesto el gran tema de toda película: el amor.
Pero si abarcamos el tema del amor en "El gran baño" (titulada Nadando por un sueño en la cartelera hispanoamericana) no nos encontraremos con la dinámica de pareja, sino con la dinámica de ocho hombres y dos mujeres, en edad adulta, que conforman nada más y nada menos que la primera selección de nado sincronizado masculino de Francia. Ellos tienen en común no solo el deseo de alcanzar la gloria deportiva, sino también esa búsqueda que es la más humana, antigua y primitiva que puede existir: la búsqueda de sentido.
Y es así, como con un guión bien genuino, sazonado con un narrador omnisciente, y plagado de un humor muy digerible y ameno, se desarrollan 120 minutos de trama totalmente disfrutable y apetecible que te mantiene atado cómodamente al asiento de la sala de cine. Paisajes, miradas, gestos, silencios y planos descontracturados te permiten por dos horas ser parte de la aventura psíquica de cada personaje, además de abordar ciertas temáticas sociales y políticas que para nada pasan desapercibidas.
Por ahora, el encanto de la sirena no le ha dado paso al desencanto, y mientras tanto podemos seguir gritando: Viva la france! por lo menos hasta el siguiente festival, o hasta el siguiente zarpazo hacia el cine galo.
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