"- Tal vez para ti sea un sueño; para mí, no" (Maria a Anna)
Maria es la mirada de cada uno de los relojes que mueven sus agujas y suenan en la casa. Ella es el sueño, la mirada del tiempo. Pero no es el sueño etéreo del cual sus hermanas puedan despertar, sino la sensación que queda en el cuerpo como una penumbra después del amanecer, como la sensación que deja la desnudez de Karin, pieza por pieza, hasta que nos damos cuenta de que es su imagen en dos espejos la que está siendo desnudada. En la costumbre del aposento y de la confidencia con Anna, los dos reflejos de Karin inquietan, por el silencio que quiebra la tensión entre la mirada aguda de Anna y la desnudez esquiva de Karin, no por su cuerpo desnudo en sí.
El rojo nos agoniza en los gestos más callados de Karin, Maria, Anna y Agnes. Con el rojo, la palidez de sus rostros adquieren el sinsabor desarmante de la lejanía, de lo que no se transmite entre la calidez de los cuerpos, sino en la mirada.
Ante la enfermedad, las sombras, a medias enrojecidas y ennegrecidas, someten sus rostros a recuerdos (¿o son sueños?) inquietantes. Cuidado, que el rostro no es lo que llamamos identidad para salvarnos del cuerpo.
Y, aun así, se siente este recuerdo, resguardado en este cuaderno rojo, se siente con el correteo de blancos inquietos entre caídos amarillos, y escamoteados marrones y verdes. La alegría está en estos labios carnosos que narran, generosos a articular la voz de Anna hasta volver a ser la de Maria, el compartir de una tarde que le devuelve al blanco la alegría de aprovechar los matices de los alrededores. Aquí, cada color es un preludio al sentimiento así como cada rostro magnifica los gestos callados.
Como un idiota, no puedo dejar de ver esta escena. Del rojo al perfil de ella ante la ventana, del diario rojo a su rostro anhelante, de la voz a la vela, de la vela a la primavera, y la música hilando este anhelo. El blanco y el silencio nunca habían vestido de tal manera la felicidad, incluso en un rostro inquieto y agradecido.
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