[En el marco del 1º Festival de Cine Colombiano]
No hay nada que me duela más
que el dolor de mis padres
por sus padres muertos.
Cuando brindan calladamente en su memoria,
en un almuerzo frente a su niña linda viva.
Cuando mi mamá le lleva flores
a su mamá en el cementerio.
Oraciones para un Dios ausente, Martha Kornblith
La casa cuenta
todas las noches
uno por uno
a sus ausentes.
Extranjera en mi casa
hasta la sombra me esquiva.
Borrar el paisaje, Cristina Falcón Maldonado
Sería fácil decir que ésta es una breve película sobre tres historias de mujeres vinculadas por la muerte y el nacimiento. Sería fácil decir que en ella están presentes Persona (1966) de Ingmar Bergman, Ordet (1955) de Carl T. Dreyer y, más acá, Luz silenciosa (2008) de Carlos Reygadas. Sobre todo la búsqueda ferviente de Elisabet por la palabra que atraviese. Pero es mucho más sensato callar frente a esta búsqueda copiosa de identidad, de no ser frente a la pérdida. Porque no hay palabra que valga ante el silencio de lo ausente. La palabra busca el consuelo, por lo menos la prueba fehaciente de lo factible.
La película aborda la pérdida de un ser amado sin discursos, aparte de las palabras iniciales, dichas en sueco y que escuchamos ante una pantalla en negro. Como si no comulgaran en principio imagen y palabra sino a fuerza de intentos, entre forcejeos del alma por encontrar una respuesta siquiera que apacigüe la dificultad de ser después de la muerte.
Después, frente a la ansiada armonía, la reconciliación de un parto natural y en agua como si se tratara de la otra cara de una misma moneda que no entendemos del todo y que intuimos, en el fondo, es la misma historia contada desde diversos ángulos.
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