La Llamada (2018) posee una claridad emotiva poco frecuente en el cine comercial de hoy en día. No es manipuladora ni lacrimógena en su objetivo, sino francamente directa: los vínculos nos pueden redimir, sean amorosos, religiosos o creativos, y a muy pesar de nosotros mismos. A partir de un Dios que le canta Whitney Houston a María, el personaje principal, en su cabaña; la película juega con los lugares comunes del catolicismo, la amistad femenina y la sexualidad para propulsar números musicales ingeniosos, frontalmente campy sin caer en la caricatura y un momento final donde se aclara el valor colaborativo de los personajes en pos de una incertidumbre que hila tres perspectivas.
Tal batido de elementos puede generar incredulidad, de no ser por las actuaciones de todo el elenco. El foco por supuesto está en las cuatro mujeres que quedan en el campamento, después de que el resto de las chicas y las hermanas se fuese a hacer piragüismo. Es palpable que las cuatro están disfrutando sus papeles. Ni la monja bonachona (Belén Cuesta) ni la sor estricta (Gracia Olayo), estereotipos harto mostrados en otras películas, son totalmente planos en el cuerpo de estas actrices. Y la confidencialidad entre los personajes no es inquebrantable sino hasta el final, donde la complicidad pertenece a las cuatro: a su canto, a sus miradas en busca de un milagro incierto y a su baile contrastante.
Tampoco es trabajo fácil combinar canciones de Whitney Houston y los números musicales más pop, con el reggaetón que canta Suma Latina, la banda de Susana (Anna Castillo) y María (Macarena García), las protagonistas amigas. Pero funciona porque no sería común que sus gustos vayan al pop más ochentoso o noventoso. Es ahí donde las canciones de Houston son el elemento vinculante entre las tres generaciones. ¡Y cómo fluye! Entre risotadas de parte del público por la ridiculez de que una figura tan respetada como Dios sea puesto a cantar las canciones de Whitney con un traje brillantoso, y la emoción de seguir las letras más populares de la famosa cantante; los directores están reconfigurando un género para enfocar tres tipos distintos de amor y que son relevantes desde sus propias perspectivas.
Que además el guión no caiga en la tentación de corresponderle a Dios con rezos y genuflexiones es uno de los grandes aciertos finales. Independientemente de la actitud de cada uno frente a la oración, la música es correspondida con más música. Esto pareciera más que una obviedad, una ligereza, pero nos está mostrando con un diálogo musical el asomo que ha venido elaborando la película cada vez con más insistencia. Las afinidades, simbolizadas en los cuatro personajes pero que son variantes de lo que moviliza a una misma persona, se respetan mientras inquieten nuestro origen para entender la propia perspectiva frente al mundo.
Es difícil aceptar la selección de este film en particular para la Muestra si no se detalla que los directores están apelando, de manera ladeada, a la afinidad cinéfila. Pocas veces, fuera de los musicales hollywoodenses clásicos, trascender en el cine del canto fue narrado con tanta gracia.
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