Este martes, 16 de mayo, se cumplieron 119 años del nacimiento de Kenji Mizoguchi. Hace años (por lo menos siete u ocho) vi Cuentos de la luna pálida y El intendente Sansho, películas que me marcaron por su densidad anímica aunque ahora apenas recuerdo algunas escenas y ciertos diálogos. Para celebrar el nacimiento de Mizoguchi, quise ver una de sus películas. Cuando conseguí Oharu (1952), me emocioné.
Empezó. Música de tonos agudos, una geisha a la que tardamos en verle el rostro. Ella camina entre una zona derruida. Se reúne con otras geishas ante un fuego que las calienta. Hablan. No hay subtítulos. Procuro fijarme, entonces, en los gestos. En cómo esta geisha que veníamos siguiendo acerca sus manos al fuego, se calienta el rostro con las manos y luego se da vuelta para acerca su trasero a la pequeña fogata. Este gesto cercano me hace sonreír, pero también me da a entender que hace bastante frío. De pronto, un hombre les habla a unos metros. La geisha que centra mi atención (¿Oharu?) se retira. Luego se encuentra con un hombre con quien, entre un escarceo de miradas, hablan prolongadamente.
Mi atención se distrae, así que me rindo a seguir viendo la película sin subtítulos. Me quedo engañadamente satisfecho de que vi quince minutos de Oharu.
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