sábado, 30 de abril de 2011

Por haber vivido, orquestas el absurdo de los sueños

Después de ver Du Levande, curioseando más sobre ella como quien quiere seguir explorando un tesoro que acaba de descubrir, me incomodó un poco que se referían a las historias que tejen la película llamándolas "viñetas", como si cada personaje fuese independiente de los demás o estuviera protagonizando un cortometraje aparte. Y no.

Lo que más me fascina de esta película es cómo va articulando una vida citadina con cada escena, agudizando la mirada en los sueños, temores y deseos de estos personajes. Si son asomos por su brevedad, la agudeza está en cuánta tristeza transmiten las escenas con su paleta de colores (claros casi hasta ser pasteles) que, junto con el humor en las situaciones, conjugan la lentitud y repetición de los personajes, la música, los diálogos, en imágenes de una angustia latente, no sobrecargada.

Estamos ante personajes completos, a los que sólo podemos ver a través de planos generales y usualmente fijos. Pero no porque ellos sean imaginados así, la mirada no deja de atenderlos, de enfocarlos en el centro, concentrando también nuestras sensaciones, nuestras risas, nuestra desesperanza, y así, poco a poco, nuestro propio absurdo. Sí, las historias pueden verse como viñetas de una ciudad similares a las viñetas de una caricatura, pero verlas así sería deshilar la continuidad que conjugan entre ellas, escuchar cada instrumento sin atender que forman parte de una banda fascinante y graciosa, porque todos quieren ser escuchados, pero siempre de una manera distinta, hasta que se atropellan y nos hacen reír, no sin antes con un resabio de cierta amargura.



Vemos la que suponemos una entrada de un edificio, la Planta Baja. Al fondo y en el centro, un ascensor bastante ocupado abre sus puertas metálicas. Un señor está entrando en el edificio. Nadie hace un esfuerzo por permitir que el señor, quien acelera el paso, casi por no dejar, llegue a tiempo. Las puertas se cierran. Automáticamente, el se dispone a subir las escaleras. Es aquí cuando su manera de subirlas hacen notar su cansancio y, en la pared, casi a oscuras, se descubre la penumbra de un aguamarina pastel que en el resto del lugar es más claro. Este subir las escaleras, como quien pasa desapercibido, con un caminar pesado de años, es el germen de la confesión que nos hace el mismo señor luego, cuando descubrimos que es psiquiatra; confesión a nosotros, como un desahogo que la mirada ha descubierto como una necesidad y no un capricho. Así como su caminar, su voz pesa con el cansancio que lo ha agotado entre los anhelos y las tristezas de los otros, entre la capacidad de hacerlos felices y la resignación de acudir a las pastillas, resignación ante el oficio que poco a poco, también, nos ha gastado a nosotros mismos.



Anna, una entre tantas Anna que asoma la película, nos confiesa su sueño. Su confesión parece ser escuchada por los presentes en el bar; tan presentes como anónimos, tan presentes que poco muestran atención a las palabras de Anna, aunque asumimos que escuchan. Anna nos muestra su sueño, entre la música de la guitarra eléctrica que suena evocando el final o el principio de un viaje feliz. ¿Y no es esta la impresión que provoca el esposo de Anna? Nunca queda claro si Micke Larsson existe más allá de Anna. Nadie más parece reconocerlo como lo hace ella. Su primer encuentro parece una casualidad cómplice sólo entre ellos. Mejor, que no quede claro, es más fascinante Micke como sueño y este sueño como la cristalización de un anhelo, una alegría genuina que se asoma en la película como se asoma el público a felicitar a los recién casados, una alegría efímera como tiene que ser toda alegría para ser verdadera. Poco antes de esto, la mirada nos arrima levemente, casi imperceptiblemente, más hacia la ventana. Notamos que el paisaje se desliza por ella como quien va en un carro, pero van en la que parece su habitación, cálida, cómoda. La propia habitación se descubre como un lugar dislocado de la dinámica citadina, una habitación para ellos, y que no puede permanecer fija como los edificios de una ciudad, si queremos atesorarla.

Escojo estas dos escenas como imágenes de confesiones entre sueños, como parte de una mirada que, por el efecto entre su distancia y su ritmo, surge la agudeza de descubrir las contradicciones del día a día citadino. Estas contradicciones se despiertan entre ambigüedades, guiños que pueden pasar desapercibidos por lo sutiles que son, y que me hacen preguntarme si toda la película no es sino un gran sueño compuesto de diversos sueños, por su atmósfera neblinosa en la que se aceptan las situaciones más raras como si fueran variaciones de una misma tristeza y un mismo anhelo. Y si no es un gran sueño, se convierte en una tremenda premonición del sueño que cuenta el primer citadino que vemos, premonición de un cielo que poco vemos a lo largo de la película, hasta el final, aunque incluso aquí, en apariencia se muestra desde un ángulo ambiguo, que no aclara si estamos viendo hacia arriba o hacia abajo. Acaso sea esta una imagen de la ambigüedad que habla de toda la película, sueño o premonición, tristeza y anhelo, orquesta de una ciudad donde incluso para ver el cielo no nos olvidamos de los edificios que nos atraviesan la mirada.

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