domingo, 3 de abril de 2011

"Hasta para hablar de uno mismo hay que investigar" (Franco de Peña)

En los minutos a lo largo de cada día hay palabras que acompañan tu camino, como sorpresas de la mirada vestidas de casualidades, palabras, imágenes, frases, puñados de imaginación y pensamiento, aquello que preferimos llamar 'tema', aunque nos provoque una curiosidad mucho más allá de lo académico de este término.

Y así se inició esta semana (o así me pareció que se iniciaba lo que es un constante continuo), metiéndome en la investigación que emprende Benjamín Esposito en El Secreto de sus Ojos (2009) de Juan José Campanella, investigación de un crimen, que a la vez se descubre investigación de una pasión y de su escritura. Habría que detenerse en cuáles son las diferencias entre pasión y escritura, si es que las hay. ¿Acaso no son ambas bifurcaciones y cruces de una investigación? La pasión define nuestro movimiento y, sin darnos cuenta, el movimiento interior de los días. Es aquí donde queda cuajado el hacer (el de cualquier oficio: social, legal, literario, económico, en fin, vital) y donde se gesta el sentido de justicia que la película retrata con una precisión aterradora. Llegamos al final desamparados por la credibilidad, nos creíamos armados de un sentido de justicia, al borde de la novela de Benjamín que queda como referencia y comentario entre personajes, en el centro de dos amores, el del crimen y el de la investigación, en el descubrimiento de una imagen que se revela con la fuerza de la ambigüedad, la evocación: las pasiones, en el descuido de las sombras, nos vuelven serviles hasta volvernos verdugos de nuestra propia condición de esclavos. La angustia se agolpó como ahogo de piedras que apenas contenía en mi garganta: ¿estamos sometidos a llevar a cabo nuestra justicia, indefensos ante una justicia mayor como la legal, sin importar lo que la crueldad haga peligrar en los demás y en nosotros mismos?

Estas imágenes, de la pasión como motor de cada persona, como gestación de una obra, como germen de la vida, estuvieron merodeando los días de esta semana, cuajando las reflexiones que me dejó la película hasta convertirlas en impresiones, incluso en descubrimiento cuando, el miércoles, en una clase magistral de Franco de Peña sobre dirección de actores partiendo de su Your Name is Justine (2005) o "Atrapada", como la tradujeron aquí, dijo que "hasta para hablar de uno mismo hay que investigar". Tal vez la sencillez de la frase habría hecho que se me escapara en otro momento, pero las impresiones que traía despertaron más curiosidad en mí, como a veces lo que transcurre a lo largo del día que nos hace recordar un sueño de anoche o de alguna noche. Curioseando en la palabra investigar, me percato por el diccionario que proviene de vestigio, en latín "planta del pie", "suela", "huella", por lo tanto, seguir las huellas de los pies, y de inmediato viene, casi caricaturizada, la imagen del detective con la lupa hacia el suelo. Pero la frase del director me cita hacia otros pasos, me devuelve a los pasos de El Secreto de sus Ojos, la investigación como búsqueda de una pasión, la que hurga con atención, nunca desde la distancia, sino dentro de uno como el paleontólogo que, apenas con un pincel, va descubriendo un fósil de un esqueleto incierto. No es el tamaño o la fuerza lo que importa de un instrumento, sino cómo este nos usa para trabajar. Lo vívido se fija en los ojos hasta que se transforma en nuestra mirada (o nos transforma en mirada). La mirada es el primer gesto de la pasión. Cuando caemos en cuenta de esto, las impresiones se hacen más inasibles. Si, como dicen, los ojos son la ventana del alma, lo son como estas puertas de suelo que contienen un sótano asomado en el misterio de las escaleras, a la expectativa, en la mudez de la oscuridad

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