jueves, 10 de marzo de 2011

Dreyer: Ordet (1955) & Gertrud (1964)

Ordet o La Palabra es un estado de fe. Pero este es un estado de fe que atraviesa al cuerpo. No es la fe ciega, sino esta que se hace palpable a través de la atmósfera de las circunstancias. Verla se siente tan extenuante como cuando atravieso un esfuerzo físico, como el dolor que siente una mujer pariendo (¿y es que acaso dar a luz no es someter al cuerpo a un dolor intenso que hace germinar vida? ¿no es este el germen natural de la creación?). Las escenas con Johan se asemejan a un trance, un dolor del cual nos previenen, pero que igual se va apoderando de nuestro cuerpo hasta dejarnos indefensos. La película va creando un estado de fe, pero no únicamente desde la trascendencia del milagro (ya hemos sido avisados y esta previsión o predicción prepara nuestra conciencia, sólo que la invidualidad no se hace nada más con la mente), sino, y sobre todo, desde la preparación de nuestro cuerpo a partir del pendular sonido del reloj, el eco quejumbroso del viento, los jadeos que escuchamos de un dolor que nunca vemos y los diálogos entre el doctor, Mikkel, Johan, Morten y Maren, palabras que buscan un consuelo o palabras seguras de lo que viene. Ordet tiene la sobriedad de un rezo, tiene la apertura que brinda la actitud del comulgante, no por creer, rezar e ir a misa, sino por la expansividad de su cuerpo hacia su alrededor. Al final, en este trance del cuerpo emerge una vuelta a la casa del mundo, a esta casa primera hace tiempo olvidada entre ruinas de casas fallidas por el hombre.


Gertrud es un estado de amor. Los sueños y los recuerdos de Gertrud están cargados del poder evocador y provocador del tiempo, de la memoria y de las cosas. Hay una espesura en el ritmo de la película que le brinda a las situaciones ecos oníricos, casualidades del cuerpo que terminan resonando como intermitencias del corazón, palabras que delatan lo que los espejos no reflejan. Gertrud seduce estados de amor, pero terminan escurriéndose en nuestra memoria como evocaciones de recuerdos que cuajan como la llama del fuego, frágiles, como el reflejo del espejo, posibilidades del cuerpo. Los encuentros por los que transcurre Gertrud (como si fuera granos de un tiempo enarenado, coagulado) son equívocos de la mirada, gestos esquivos hacia algo que ella nunca deja de buscar, corporalidad casi indiferente por la conciencia de que la búsqueda es infructuosa. Y, cuando hay atisbos de un descubrimiento y los amantes se ven cara a cara, no pueden vernos de frente a nosotros, sólo de perfil, como si su rostro sólo pudiera ser una verdad a medias, el asomo de lo que se convierte poco a poco en recuerdo. Este es el encanto de Gertrud, su fuerza evocadora, su transformación inevitable en memoria, en materia frágil del cuerpo (como si el espejo que es la memoria refractara lo que ya nace frágil), así como en Ordet la fe trasciende a través de la recuperación del cuerpo o como en La pasión de Juana de Arco el rostro es el único alcance a la verdad.

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