lunes, 24 de diciembre de 2018

El mar, el mar: Roma (Alfonso Cuarón, 2018)

Es fácil descartar Roma porque su centro pareciera ser el mismo de Cleo (Yalitza Aparicio), una criada que representa la perspectiva pobre de la familia que atiende. Cuarón trata con firmeza esta mirada, pero le da un ritmo propicio para atender a los tantos detalles que se escapan en la rapidez de la rutina.

Es fácil también sentirse empequeñecido por el despliegue virtuoso de Alfonso Cuarón en todos los aspectos técnicos de la película. En ella hay una conciencia plena de los alcances del cine y están, en manos del director mexicano y de su equipo técnico, en una confianza poco frecuente en el grueso de la producción mundial de este año.

Más fácil aún es enfocarse en la difusión de la película a través de Netflix y el acuerdo para que fuese estrenada en cines. Éste es otro eco a lo que ocurrió el año pasado en el Festival de Cannes donde hubo posiciones en contra y a favor de permitir que una película producida por Netflix ganara algún premio. En una época donde el marketing se devora incluso a la cultura, queda poco espacio para lo que importa más allá del consumo.

Pareciera que, si no atendemos bien, la emocionalidad de Roma queda en un segundo plano, lejos de las alusiones a la telenovela latinoamericana, el rol de la pobreza y el machismo en la sociedad mexicana de los setenta y la maestría técnica de los involucrados. Pero no. Ahí está firme, moviendo los hilos de la película. Porque desde que nos enteramos siquiera del posible "encargo" de Cleo, hemos sido aturdidos por la fuerte enajenación del ruido mundano que circunda la vida de esta familia mientras el rostro de Aparicio nos envuelve como el sol certero pero siempre lejano de la escena final.

Roma no es un panfleto de la política izquierdosa ni de Netflix ni del indigenismo, sino una oda al hogar. Por un lado, está la rutina de la casa que la cámara rastrea con paciencia y que a través de detalles nos alude a los conflictos, a las interacciones veladas y a las complicidades. No se trata de un hogar en el sentido pacífico que nos viene en un primer momento cuando pensamos en esa palabra. En esta casa hay peleas, hay juegos peligrosos y hay una realidad que se cuela por los recovecos, aunque parezca distante.

Por otro, está el hogar labrado entre refugios, sean los aparentes, como el amor fugaz entre Fermín y Cleo; amor que se convierte en horror; o los refugios efectivos, como la sala de cine donde descubrimos las verdades que urgen a estos personajes. Ambos hogares contrastan para brindarnos la historia de un año en la vida de estos personajes mexicanos, pero sin la apatía ni los lugares comunes de una narración.

Al final, Cleo no es una víctima, muchísimo menos una mártir de la sociedad donde vive. Tampoco es una heroína. Es más bien una observadora que por ello no es imparcial, sino que le corresponde sobrellevar una parte de la historia. La mirada de Yalitza delata indefensión cuando la doctora le pregunta por su vida sexual, por ejemplo. Las palabras le fallan, incluso. Y aún así, la cámara aprovechará posteriormente su inocencia como un motor para salvaguardar, ya no el rol de una clase o de un individuo dentro de la historia, sino el movimiento orgánico de estas vidas como ese mar que nos violenta al final, auditiva y visualmente, para darnos cuenta de que el verdadero parto, más allá de los preconceptos e incapacidades sociales, es estar en el mundo.


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