Cada uno de los balidos de ovejas en la primera escena indica el nivel de detalle en la obra más reciente de Miguel Zeballos. Esplendor de los días venideros sostiene semejante atención también en los créditos iniciales de Leandro Ibarra. En su diseño, los blancos de la tipografía dispuesta sobre la imagen advierten que los animales que se van acercando hacia nosotros conforman un mundo donde estos paisajes patagónicos tiene una naturaleza doble: a la vez verbalizable y donde la palabra está siempre por fuera.
Con la quietud de la cámara y los personajes situados en perfil, Miguel precisa el vacío y la mudez de la imagen. El verdadero lugar está por fuera de la propuesta sonora de Fernando Ribero y la vastedad de los planos de Lluís Miras Vega. También quedan casi totalmente descartados los testimonios orales. Aquí se nos plantea la mirada, la risa, el cuerpo y la improvisación como fomas recurrentes de un paisaje más allá del discurso articulado.
Para efectos de estas líneas, entendamos lugar y paisaje como maneras audiovisuales de expresar un estado de alma. El paisaje difiere aquí del registro documental y se asemeja a un personaje. El vacío, por su parte, es la distancia irrecuperable entre ese registro y el objeto en sí. Quizá el vacío sea el meollo del alma, si cedemos a honduras. En la obra que nos convoca en el actual festival de Mar del Plata, la intrusión en todo esto se daría en distintos aspectos.
El más hondo sería el de la intrusión paradójica: la cámara que graba entre troncos o paredes, en grandes planos generales, o desde la improvisación. Si esta última omite planificar una escena, también somete al desconcierto. Zeballos y su equipo evidencian así que la imagen, aun la más espontánea y discreta, está atravesada por lo extraño.
A medio camino entre anotaciones de diario y poesía, a veces aquí se siente el lenguaje articulado como sobrante frente a la maravilla audiovisual. Hasta las gotas de las heladas tienen, cada una, tonalidad diferente. De todas maneras aquel parecer es solo capricho momentáneo, porque a toda costa el realizador quiere subrayar vacío. Y para hacerlo hay que también poner la voz propia.
El acierto del realizador es dejar su oralidad en un cuerpo ajeno. Así el recurso de la narradora, por momentos impostado, asoma la certeza de que estas imágenes son una construcción. Que nos enmudece sí, que tiene la paciencia para que sus personajes salgan de plano antes de continuar a la siguiente imagen disruptora, también.
Y cuando queramos encasillar esta obra como contemplativa y ensayística, tendremos que hacerlo desde otra certeza: paisaje es todo cuerpo visible y construido para oponerse a esa distancia. Entendamos este como ausencia de lo esperable, de palabra postergada o nunca enunciada, de manos o miradas que por poco no estarían en la imagen y que al estar de refilón, nos citan un fuera de plano apenas imaginable: el del autor y la voz incluida para ver.
Zeballos se apropia del paisaje y sus naturalezas de tal manera que los elementos en escena actúan e interrogan desde el silencio y la extrañeza. La cámara ubicará a sus lugareños desde distintas perspectivas y así dar cuenta de cuánto dicen los gestos, hábitos y silencios, en medio de la intrusión.
Al final, la obra de Miguel es un ejemplo de que la autoría se hace a partir de la diferencia. Queramos asociar reiteraciones entre esta y su obra anterior, La herida y el cuchillo, también sepamos que ambas reflejan mundos desde lo disímil. Mientras ahí había más palabras, órdenes autorales, aceleración, choque y ruidos; acá vuelve a haber silbidos, brisas, silencios, palabras ininteligibles y que así se deben manifestar como los hubo en Un continente incendiándose, la entrega anterior de la trilogía.
Quedan entonces como siempre las preguntas o, como nos sugiere la etimología, desear respuestas que no tendremos a la brevedad: ¿De qué maneras ver una nueva obra de un realizador revaloriza sus anteriores?
No hay comentarios:
Publicar un comentario