En las películas de David Lynch hay siempre un desajuste moral, una especie de disonancia que, en casos extremos, obsequia al espectador avezado con un espectáculo grandioso de perversión, de retorcimiento, pero Lynch nunca cae en lo chabacano, jamás se permite la licenciosa gratuidad de consentir frivolidades, sentimientos de naturaleza plana: todo en él propende a lo convulso, todo se escora estruendosamente a la anomalía. Ahí reside su singularidad y su voz incuestionable en el cine de los últimos casi treinta años.
Su periplo como director es un viaje azaroso a lo tenebroso del alma humana, un recorrido minucioso por el vicio, por el pecado, por la soledad y por la angustia: como un Tom Waits que se acodara en la barra de un bar y cantara/contara las broncas del cuerpo, los espasmos del alma y las tinieblas del corazón.
Nadie como Lynch para transmitir ambientes, sensaciones, colores: "El mundo es extraño", dice un personaje de Terciopelo Azul y no se nos va de la cabeza la oreja cortada en el césped, como premonición de lo que va a continuar, todo ese desfile de personajes al borde de la locura o locos en posesión de una conciencia exacta de su desatino.
Siempre que Lynch tenga control sobre el proceso final de su trabajo, hay que esperar productos de mucha altura o de mucha hondura, cine auténtico, visceral, entregado desde su vértigo. Eso pasó con Terciopelo Azul.
Lynch venía de hacer Dune, que fue un desastre enorme. Dino de Laurentiis, el productor, juró no volver a contar con un alucinado, según dijo en prensa y David juró no contar con un hombre de miras tan cortas, aunque probablemente ninguno de los dos se expresó con esta dulzura semántica. Todo fue mentira: volvieron a verse en esta cinta y el productor decidió asumir su error en Dune y dar al director carta blanca para hacer la película que quisiese. Afortunadamente.
Una cámara sinuosa recorre el confort de una calle de viviendas familiares. Estamos en Lumbort, un pueblo maderero que parece pintado para que Lynch lo refunda con su paleta de colores. Todo es seguridad, plácida seguridad. La oreja humana en la hierba del jardín, al tiempo que Bobby Vinton desgrana la inmortal Blue velvet, nos devuelve al cerebro de Lynch, a su iconografía rupturista, a su pacto con lo retorcido. Un anciano tiene lo que parece un infarto: la obstrucción de su manguera es el colapso de su corazón en una toma genial de concisión gráfica.
Jeffrey ( Kyle MacLachlan ) comienza aquí a penetrar en el infierno mismo. Él será el conductor de ese infierno compartido que hace que su mundo perfecto de novia estable ( la aquí estupenda Laura Dern ) se tambalee al entrar en un mundo canalla de sadomasoquismo, cabaret y luz de puticlub que encarnan Dorothy Vallens ( Isabella Rossellini ) y Frank Booth ( Dennis Hopper ), cantante de club y enloquecido traficante de drogas, respectivamente. Jeffrey es el voyeur asombrado de lo que, pero incapaz de mirar hacia otro lado. Su ojo es el nuestro: su asombro, el nuestro. Jeffrey, sin quererlo del todo, se inviste de investigador de lo real: escruta lo visible para encontrar lo cercenado, las orejas en la hierba, lo que no debe estar, pero aparece.
El tono enfermizo del color, el arriesgado uso de la música, que en todo momento dirige la escala de sentimientos que van adquiriendo, conforme la oscura trama avanza, todos los protagonistas. Luego Tarantino o Scorsese han usado con igual talento el score, la banda sonora, pero aquí el manejo de las canciones es magistral.
Lo que cuenta Terciopelo Azul es la máscara de la América idílica, su fracaso, el endulzado envoltorio y la bilis fluyendo como un veneno debajo, aunque Lynch nos da una lección inmejorable de cómo contar una historia ( un secuestro, digamos ) y asumir, como espectadores embaucados, que la historia no podía haber sido contada de otra manera. Eso creo yo que es la magia de un director. Y Lynch lo es ( al menos aquí ) en grado muy sumo.
Y tiene uno de los mejores finales que yo haya visto: un regreso brusco al lugar de donde partimos, una negación tremenda de todo lo que hemos visto.
(...) Y los pájaros trinan y el mundo sigue girando a pesar de que hemos asistido a una sesión golfa de maligna belleza. El mundo es extraño.
Emilio Calvo de Mora
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