Manuela tenía la película que le había prestado Damián que había conseguido en los piratas del pasillo de ingeniería a cinco bolos. Damián me había contado un pedazo, que si es de un iraní que va a un país donde hay gente blanca que habla otro idioma y el carajito se deprime.
Empecé a verla. Primero me pregunté cómo uno podía ir de un país a otro escondido en un carro. Pensé que quizá se encontraban en un Cúcuta de Irán, ¿pero, por qué la diferencia radical de razas? No lo entendí hasta meterme, al día siguiente, en Wikipedia a ver qué carrizo había pasado en esa película. Supe que no estaban en un Cúcuta de Irán, sino como en un Maracaibo –o sea, dentro del mismo país, pero en un pedazo de éste donde la gente es rara–. Eso me gustó.
Desde el día que Conviasa ofreció un vuelo semanal Caracas–Teherán, he tenido cierto fetiche esnobista por ese país. Siempre he visto a los medio orientales –como los llamamos aquí– muy parecidos a nosotros, pero a su vez muy distintos y con esta película lo confirmé. Y quizá eso es lo que más me atrae de ellos y de Irán: el saber que no es sólo ese vuelo directo que nos une como un puente que aparece una vez a la semana: los martes para ir, los sábados para regresar. Con las imágenes de la vida agrícola: las gallinas, las plantas, el espantapájaros; recordé cómo eran estas cosas en mi pueblo y en lo parecido que se hacían esas cosas allá. En lo similar que eran ambos pueblos para recibir a un extraño. En Bashú ser negrito es una aberración extraña, una rareza, una persona remota con la que no se tiene nada en común, quizá de la misma forma que un margariteño de la costa ve a un caraqueño, como los vi yo –a través de mis familiares– cuando era un chamito.
Recordé muchas cosas que me habían sucedido en torno a Irán mientras veía la película. Recordé muchas cadenas de Chávez en las que mencionaba a su aliado estratégico. Recordé el día en el que fui a visitar a una amiga al Fuerte Tiuna y yendo a su casa –dentro del fuerte– estaban Chávez y Amadinejah, en persona, hablando rodeados de soldados. Recordé aquel día en el que estaba investigando sobre José Martí y fui a su casa-museo en el centro de Caracas y la encargada, muy amable, me dijo que había estudiado Filología Persa. Recordé el libro Cultura iraní del siglo XXI que vi Tecniciencia de El Sambil. Me imaginé, entonces, con un ticket de Conviasa: Caracas – Teherán. Embarcando el vuelo, rodeado de gente con pañuelos en la cabeza, yo todo ignorante y emocionado por el viaje. Emocionado porque había hecho un curso de árabe en la bolivariana. Y en pleno vuelo me entero de que en Irán se habla Persa y de que Persa y Árabe no son lo mismo, de que me mintieron en esa película mala gringa donde el agente de la Cía se comunicaba en árabe con los iraníes terroristas que querían destruir al imperio. Que no tengo pasaje de regreso y de que no tengo cómo comunicarme, de que tendré que usar un machete y un azadón pa comer y conseguir mi pasaje de regreso. Luego desperté de ese sueño y vi cómo Bashú abrazaba a su mamá y a su papá postizo.
Me gusta mucho tu comentario, Moisés. Esos recuerdos cotidianos que te trae la película parecen vincularse con el mismo día a día de Naii y de Bashú. Si bien lo que ellos hacen está "lejos de nosotros" culturalmente, se siente que es su rutina. Creo que es eso 'innato', como Verónica lo llama en su comentario, lo que me hace sentir la película no tan lejana.
ResponderEliminarjajajaja! así me dejas Moisés luego de leerte...
ResponderEliminarque fino que en tu vida te hayas tropezado con pedazos de toda esa cultura que para mí se queda totalmente en Bashú...tu fuiste es que me hizo recordar que en mi vida no ha pasado eso...